viernes, 27 de agosto de 2010

La Siembra de la Verdad*

POR medio de la parábola del sembrador, Cristo ilustra las cosas del reino de los cielos, y la obra que el gran Labrador hace por su pueblo. A semejanza de uno que siembra en el campo, él vino a esparcir los granos celestiales de la verdad. Y su misma enseñanza en parábolas era la simiente con la cual fueron sembradas las más preciosas verdades de su gracia. A causa de su simplicidad, la parábola del sembrador no ha sido valorada como debiera haber sido.


De la semilla natural echada en el terreno, Cristo desea guiar nuestras mentes a la semilla del Evangelio, cuya siembra produce el retorno de los hombres a su lealtad a Dios. Aquel que dio la parábola de la semillita es el Soberano del cielo, y las mismas leyes que gobiernan la siembra de la semilla terrenal, rigen la siembra de la simiente de verdad.


Junto al mar de Galilea se había reunido una multitud para ver y oír a Jesús, una muchedumbre ávida y expectante. Allí estaban los enfermos sobre sus esteras, esperando presentar su caso ante él. Era el derecho de Cristo conferido por Dios, curar los dolores de una raza pecadora, y ahora reprendía la enfermedad y difundía a su alrededor vida, salud y paz.


Como la multitud seguía aumentando, la gente estrechó a Jesús hasta que no había más lugar para recibirlos. Entonces, hablando una palabra a los hombres que estaban en sus barcos de pesca, subió a bordo de la embarcación que lo estaba esperando para conducirlo a través del lago, y pidiendo a sus discípulos que alejaran el barco un poco de la tierra, habló a la multitud que se hallaba en la orilla.


Junto al lago se divisaba la hermosa llanura de Genesaret, más allá se levantaban las colinas, y sobre las laderas y la llanura, tanto los sembradores como los segadores se hallaban ocupados, unos echando la semilla y otros recogiendo los primeros granos. Mirando la escena, Cristo dijo:


"He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y aconteció sembrando, que una parte cayó junto al camino; y vinieron las aves del cielo, y la tragaron. Y otra parte cayó en pedregales, donde no tenía mucha tierra; y luego salió, porque no tenía la tierra profunda: mas, salido el sol, se quemó, y por cuanto no tenía raíz, se secó. Y otra parte cayó en espinas; y subieron las espinas, y la ahogaron, y no dio fruto. Y otra parte cayó en buena tierra, y dio fruto, que subió y creció: y llevó uno a treinta, y otro a sesenta, y otro a ciento".


La misión de Cristo no fue entendida por la gente de su tiempo. La forma de su venida no era la que ellos esperaban. El Señor Jesús era el fundamento de todo el sistema judaico. Su imponente ritual era divinamente ordenado. El propósito de él era enseñar a la gente que al tiempo prefijado vendría Aquel a quien señalaban esas ceremonias. Pero los judíos habían exaltado las formas y las ceremonias, y habían perdido de vista su objeto. Las tradiciones, las máximas y los estatutos de los hombres ocultaron de su vista las lecciones que Dios se proponía transmitirles.


Esas máximas y tradiciones llegaron a ser un obstáculo para la comprensión y práctica de la religión verdadera. Y cuando vino la Realidad, en la persona de Cristo, no reconocieron en él el cumplimiento de todos sus símbolos, las sustancia de todas sus sombras. Rechazaron a Cristo, el ser a quien representaban sus ceremonias, y se aferraron a sus, mismos símbolos e inútiles ceremonias.


El hijo de Dios había venido, pero ellos continuaban pidiendo una señal. Al mensaje: "Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado",* contestaron exigiendo un milagro. El Evangelio de Cristo era un tropezadero para ellos porque demandaban señales en vez de un Salvador. Esperaban que el Mesías probase sus aseveraciones por poderosos actos de conquista, para establecer su imperio sobre las ruinas de los imperios terrenales. Cristo contestó a esta expectativa con la parábola del sembrador. No por la fuerza de las armas, no por violentas interposiciones había de prevalecer el reino de Dios, sino por la implantación de un nuevo principio en el corazón de los hombres.


"El que siembra la buena simiente es el Hijo del hombre".* Cristo había venido, no como rey, sino como sembrador; no para derrocar imperios, sino para esparcir semillas; no para señalar a sus seguidores triunfos terrenales y grandeza nacional, sino una cosecha que debe ser recogida después de pacientes trabajos y en medio de pérdidas y desengaños.


Los fariseos percibieron el significado de la parábola de Cristo; pero para ellos su lección era ingrata. Aparentaron no entenderla. Esto hizo que, a ojos de la multitud, un misterio todavía mayor envolviera el propósito del nuevo maestro, cuyas palabras habían conmovido tan extrañamente su corazón y chasqueado tan amargamente sus ambiciones. Los mismos discípulos no habían entendido la parábola, pero su interés se despertó. Vinieron a Jesús en privado y le pidieron una explicación.


Este era el deseo que Cristo quería despertar, a fin de poder darles instrucción más definida. Les explicó la parábola, como aclarará su Palabra a todo aquel que lo busque con sinceridad de corazón. Aquellos que estudian la Palabra de Dios con corazones abiertos a la iluminación del Espíritu Santo, no permanecerán en las tinieblas en cuanto a su significado. "El que quisiere hacer su voluntad [la de Dios] -dijo Cristo-, conocerá de la doctrina, si viene de Dios, o si yo hablo de mí mismo".*


Todos los que acuden a Cristo en busca de un conocimiento más claro de la verdad, lo recibirán. El desplegará ante ellos los misterios del reino de los cielos, y estos misterios serán entendidos por el corazón que anhela conocer la verdad. Una luz celestial brillará en el templo del alma, la cual se revelará a los demás cual brillante fulgor de una lámpara en un camino oscuro.


"El sembrador salió a sembrar".* En el Oriente, el estado de las cosas era tan inseguro, y había tan grande peligro de violencia, que la gente vivía principalmente en ciudades amuralladas, y los labradores salían diariamente a desempeñar sus tareas fuera de los muros. Así Cristo, el Sembrador celestial, salió a sembrar.


Dejó su hogar de seguridad y paz, dejó la gloria que él tenía con el Padre antes que el mundo fuese, dejó su puesto en el trono del universo. Salió como uno que sufre, como hombre tentado; salió solo, para sembrar con lágrimas, para verter su sangre, la simiente de vida para el mundo perdido.


Sus servidores deben salir a sembrar de la misma manera. Cuando Abrahán recibió el llamamiento a ser un sembrador de la simiente de verdad, se le ordenó: "Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré". "Y salió sin saber dónde iba".*


Así el apóstol Pablo, orando en el templo de Jerusalén, recibió el mensaje de Dios: "Ve, porque yo te tengo que enviar lejos a los gentiles".* Así los que son llamados a unirse con Cristo deben dejarlo todo para seguirle a él. Las antiguas relaciones deben ser rotas, deben abandonarse los planes de la vida, debe renunciarse a las esperanzas terrenales. La semilla debe sembrarse con trabajo y lágrimas, en la soledad y mediante el sacrificio.


"El sembrador siembra la palabra".* Cristo vino a sembrar el mundo de verdad. Desde la caída del hombre, Satanás a estado sembrando las semillas del error. Fue por medio de un engaño como obtuvo el dominio sobre el hombre al principio, y así trabaja todavía para derrocar el reino de Dios en la tierra y colocar a los hombres bajo su poder.


Un sembrador proveniente de un mundo más alto, Cristo, vino a sembrar las semillas de verdad. Aquel que había estado en los concilios de Dios, Aquel que había morado en el lugar santísimo del Eterno, podía traer a los hombres los puros principios de la verdad. Desde la caída del hombre, Cristo había sido el Revelador de la verdad al mundo. Por medio de él, la incorruptible simiente, "la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre",* es comunicada a los hombres.


En aquella primera promesa pronunciada a nuestra raza caída, en el Edén, Cristo estaba sembrando la simiente del Evangelio. Pero la parábola se aplica especialmente a su ministerio personal entre la gente y a la obra que de esa manera estableció.


La palabra de Dios es la simiente. Cada semilla tiene en sí un poder germinador. En ella está encerrada la vida de la planta. Así hay vida en la palabra de Dios. Cristo dice: "Las palabras que yo os he hablado, son espíritu, y son vida". "El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna".*


En cada mandamiento y en cada promesa de la Palabra de Dios se halla el poder, la vida misma de Dios, por medio de los cuales pueden cumplirse el mandamiento y la promesa. Aquel que por la fe recibe la palabra, está recibiendo la misma vida y carácter de Dios.


Cada semilla lleva fruto según su especie. Sembrad la semilla en las debidas condiciones, y desarrollará su propia vida en la planta. Recibid en el alma por la fe la incorruptible simiente de la Palabra, y producirá un carácter y una vida a la semejanza del carácter y la vida de Dios.


Los maestros de Israel no estaban sembrando la simiente de la Palabra de Dios. La obra de Cristo como Maestro de la verdad se hallaba en marcado contraste con la de los rabinos de su tiempo. Ellos se espaciaban en las tradiciones, en las teorías y especulaciones humanas.


A menudo colocaban lo que el hombre había enseñado o escrito acerca de la Palabra en lugar de la Palabra misma. Su enseñanza no tenía poder para vivificar el alma. El tema de la enseñanza y la predicación de Cristo era la Palabra de Dios. El hacía frente a los inquiridores con un sencillo: "Escrito está". "¿Qué dice la Escritura?" "¿Cómo lees?" En toda oportunidad, cuando se despertaba algún interés, fuera por obra de un amigo o un enemigo, él sembraba la simiente de la palabra. Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida, siendo él mismo la Palabra viviente, señala las Escrituras, diciendo: "Ellas son las que dan testimonio de mí". "Y comenzando desde Moisés, y de todos los profetas, declarábales en todas las Escrituras lo que de él decían".*


Los siervos de Cristo han de hacer la misma obra. En nuestros tiempos, así como antaño, las verdades vitales de la Palabra de Dios son puestas a un lado para dar lugar a las teorías y especulaciones humanas. Muchos profesos ministros del Evangelio no aceptan toda la Biblia como palabra inspirada. Un hombre sabio rechaza una porción; otro objeta otra parte. Valoran su juicio como superior a la Palabra, y los pasajes de la Escritura que ellos enseñan se basan en su propia autoridad. La divina autenticidad de la Biblia es destruida.


Así se difunden semillas de incredulidad, pues la gente se confunde y no sabe qué creer. Hay muchas creencias que la mente no tiene derecho a albergar. En los días de Cristo los rabinos interpretaban en forma forzada y mística muchas porciones de la Escritura. A causa de que la sencilla enseñanza de la Palabra de Dios condenaba sus prácticas, trataban de destruir su fuerza. Lo mismo se hace hoy en día.


Se hace aparecer a la Palabra de Dios como misteriosa y oscura para excusar la violación de la ley divina. Cristo reprendió estas prácticas en su tiempo. El enseñó que la Palabra de Dios había de ser entendida por todos. Señaló las Escrituras como algo de incuestionable autoridad, y nosotros debemos hacer lo mismo. La Biblia ha de ser presentada como la Palabra del Dios infinito, como el fin de toda controversia y el fundamento de toda fe.


Se ha despojado a la Biblia de su poder, y los resultados se ven en una disminución del tono de la vida espiritual. En los sermones de muchos púlpitos de nuestros días no se nota esa divina manifestación que despierta la conciencia y vivifica el alma. Los oyentes no pueden decir: "¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?"*


Hay muchas personas que están clamando por el Dios viviente, y anhelan la presencia divina. Las teorías filosóficas o los ensayos literarios, por brillantes que sean, no pueden satisfacer el corazón. Los asertos e invenciones de los hombres no tienen ningún valor. Que la Palabra de Dios hable a la gente. Que los que han escuchado sólo tradiciones, teorías y máximas humanas, oigan la voz de Aquel cuya palabra puede renovar el alma para vida eterna.


El tema favorito de Cristo era la ternura paternal y la abundante gracia de Dios; se espaciaba mucho en la santidad de su carácter y de su ley; se presentaba a sí mismo a la gente como el Camino, la Verdad, y la Vida. Sean éstos los temas de los ministros de Cristo. Presentad la verdad tal cual es en Jesús. Aclarad los requisitos de la ley y del Evangelio. Hablad a la gente de la vida de sacrificio y abnegación que llevó Cristo; de su humillación y muerte; de su resurrección y ascensión; de su intercesión por ellos en las cortes de Dios; de su promesa: "Vendré otra vez, y os tomaré a mí mimo".*


En vez de discutir teorías erróneas, o de tratar de combatir a los opositores del Evangelio, seguid el ejemplo de Cristo. Resplandezcan en forma vivificante las frescas verdades del tesoro divino. "Que prediques la palabra". Siembra "sobre las aguas". "Que instes a tiempo y fuera de tiempo". "Predique mi palabra con toda verdad aquel que recibe mi palabra. . . ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo, dice el Señor?" "Toda palabra de Dios es limpia; ... no añadas a sus palabras, porque no te reprenda, y seas hallado mentiroso".


"El sembrador siembra la palabra". Aquí se presenta el gran principio que debe gobernar toda obra educativa. "La simiente es la palabra de Dios". Pero en demasiadas escuelas de nuestro tiempo la Palabra de Dios se descarta. Otros temas ocupan lamente. El estudio de los autores incrédulos ocupa mucho lugar en el sistema de educación. Los sentimientos escépticos se entretejen en el texto de los libros de estudio.


Las investigaciones científicas desvían, porque sus descubrimientos se interpretan mal y se pervierten. Se compara la Palabra de Dios con las supuestas enseñanzas de la ciencia, y se la hace aparecer como errónea e indigna de confianza. Así se siembran en las mentes juveniles semillas de dudas, que brotan en el tiempo de la tentación. Cuando se pierde la fe en la Palabra de Dios, el alma no tiene ninguna guía, ninguna seguridad. La juventud es arrastrada a senderos que alejan de Dios y de la vida eterna.


A esta causa debe atribuirse, en sumo grado, la iniquidad generalizada en el mundo moderno. Cuando se descarta la Palabra de Dios, se rechaza su poder de refrenar las pasiones perversas del corazón natural. Los hombres siembran para la carne, y de la carne siegan corrupción.


Además, en esto estriba la gran causa de la debilidad y deficiencia mentales. Al apartarse de la Palabra de Dios para alimentarse de los escritos de los hombres no inspirados, la mente llega a empequeñecerse y degradarse. No se pone en contacto con los profundos y amplios principios de la verdad eterna. La inteligencia se adapta a la comprensión de las cosas con las cuales se familiariza, y al dedicarse a las cosas finitas se debilita, su poder decrece, y después de un tiempo llega a ser incapaz de ampliarse.


Todo esto es falsa educación. La obra de todo maestro debe tender a afirmar la mente de la juventud en las grandes verdades de la Palabra inspirada. Esta es la educación esencial para esta vida y para la vida venidera.

Y no se crea que esto impedirá el estudio de las ciencias, o dará como resultado una norma más baja en la educación.


El conocimiento de Dios es tan alto como los cielos y tan amplio como el universo. No hay nada tan ennoblecedor y vigorizador como el estudio de los grandes temas que conciernen a nuestra vida eterna.


Traten los jóvenes de comprender estas verdades divinas, y sus mentes se ampliarán y vigorizarán con el esfuerzo. Esto colocará a todo estudiante que sea un hacedor de la palabra, en un campo de pensamiento más amplio, y le asegurará una imperecedera riqueza de conocimiento.


La educación que puede obtenerse por el escudriñamiento de las Escrituras, es un conocimiento experimental del plan de la salvación. Tal educación restaurará la imagen de Dios en el alma. Fortalecerá y vigorizará la mente contra la tentación, y habilitará al estudiante para ser un colaborador de Cristo en su misión de misericordia al mundo. Lo convertirá en un miembro de la familia celestial, y lo preparará para compartir la herencia de los santos en luz.


Pero el que enseña verdades sagradas puede impartir únicamente aquello que él mismo conoce por experiencia. "El sembrador salió a sembrar su semilla".* Cristo enseñó la verdad porque él era la verdad. Su propio pensamiento, su carácter, la experiencia de su vida, estaban encarnados en su enseñanza. Tal debe ocurrir con sus siervos: aquellos que quieren enseñar la Palabra han de hacer de ella algo propio mediante una experiencia personal. Deben saber qué significa tener a Cristo hecho para ellos sabiduría y justificación y santificación y redención. Al presentar a los demás la Palabra de Dios, no han de hacerla aparecer como algo supuesto o un "tal vez". Deben declarar con el apóstol Pedro: "No os hemos dado a conocer... fábulas por arte compuestas; sino como habiendo con nuestros propios ojos visto su majestad".* Todo ministro de Cristo y todo maestro deben poder decir con el amado Juan: "Porque la vida fue manifestada, y vimos, y testificamos, y os anunciamos aquella vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos ha aparecido".*

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