lunes, 9 de agosto de 2010

El desarrollo de la vida espiritual


LA PARÁBOLA del sembrador suscitó muchas preguntas. Por ella algunos de los oyentes llegaron a la conclusión de que Cristo no iba a establecer un reino terrenal, y muchos se quedaron curiosos y perplejos. Viendo su perplejidad, Cristo usó otras ilustraciones, con las que trató todavía de llevar sus pensamientos de la esperanza de un reino terrenal a la obra de gracia de Dios en el alma.

"Decía más: Así es el reino de Dios, como si un hombre echa simiente en la tierra; y duerme, y se levanta de noche y de día, y la simiente brota y crece como él no sabe. Porque de suyo fructifica la tierra, primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga. Y cuando el fruto fuere producido, luego se mete la hoz, porque la siega es llegada".

El agricultor que "mete la hoz, porque la siega es llegada", no puede ser otro que Cristo. El es quien en el gran día final recogerá la cosecha de la tierra. Pero el sembrador de la semilla representa a los que trabajan en lugar de Cristo. Se dice que "la simiente brota y crece como él no sabe", y esto no es verdad en el caso del Hijo de Dios. Cristo no se duerme sobre su cometido, sino que vela sobre él día y noche. El no ignora cómo crece la simiente.

La parábola de la semilla revela que Dios obra en la naturaleza. La semilla tiene en sí un principio germinativo, un principio que Dios mismo ha implantado; y, sin embargo, si se abandonara la semilla a sí misma, no tendría poder para brotar. El hombre tiene una parte que realizar para promover el crecimiento del grano. Debe preparar y abonar el terreno y arrojar en él la simiente.

Debe arar el campo. Pero hay un punto más allá del cual nada puede hacer. No hay fuerza ni sabiduría humana que pueda hacer brotar de la semilla la planta viva. Después de emplear sus esfuerzos hasta el límite máximo, el hombre debe depender aún de Aquel que ha unido la siembra a la cosecha con eslabones maravillosos de su propio poder omnipotente.

Hay vida en la semilla, hay poder en el terreno; pero a menos que se ejerza día y noche el poder infinito, la semilla no dará frutos. Deben caer las lluvias para dar humedad a los campos sedientos, el sol debe impartir calor, debe comunicarse electricidad a la semilla enterrada. El Creador es el único que puede hacer surgir la vida que él ha implantado. Cada semilla crece, cada planta se desarrolla por el poder de Dios.

"Como la tierra produce su renuevo, y como el huerto hace brotar su simiente, así el Señor Jehová hará brotar justicia y alabanza".* Como en la siembra natural, así también ocurre en la espiritual; el maestro de la verdad debe tratar de preparar el terreno del corazón; debe sembrar la semilla; pero únicamente el poder de Dios puede producir la vida. Hay un punto más allá del cual son vanos los esfuerzos humanos.

Si bien es cierto que hemos de predicar la palabra, no podemos impartir el poder que vivificará el alma y hará que broten la justicia y la alabanza. En la predicación de la Palabra debe obrar un agente que esté más allá del poder humano. Sólo mediante el Espíritu divino será viviente y poderosa la palabra para renovar el alma para vida eterna. Esto es lo que Cristo se esforzó por inculcar a sus discípulos. Les enseñó que ninguna cosa de las que poseían en sí mismos les daría éxito en su obra, sino que el poder milagroso de Dios es el que da eficiencia a su propia palabra.
La obra del sembrador es una obra de fe.

El no puede entender el misterio de la germinación y el crecimiento de la semilla, pero tiene confianza en los medios por los cuales Dios hace florecer la vegetación. Al arrojar su semilla en el terreno, aparentemente está tirando el precioso grano que podría proporcionar pan para su familia, pero no hace sino renunciar a un bien presente para recibir una cantidad mayor. Tira la semilla, esperando recogerla multiplicada muchas veces en una abundante cosecha. Así han de trabajar los siervos de Cristo, esperando una cosecha de la semilla que siembran.

Quizá durante algún tiempo la buena semilla permanezca inadvertida en un corazón frío, egoísta y mundano, sin dar evidencia de que se ha arraigado en él; pero después, cuando el Espíritu de Dios da su aliento al alma, brota la semilla oculta, y al fin da fruto para la gloria de Dios. En la obra de nuestra vida no sabemos qué prosperará, si esto o aquello. No es una cuestión que nos toque decidir. Hemos de hacer nuestro trabajo y dejar a Dios los resultados. "Por la mañana siembra tu simiente, y a la tarde no dejes reposar tu mano".*

El gran pacto de Dios declara que "todos los tiempos de la tierra; la sementera y la siega... no cesarán".* Confiando en esta promesa, ara y siembra el agricultor. No menos confiadamente hemos de trabajar nosotros en la siembra espiritual, confiando en su promesa: "Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, antes hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié". "Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas".*

La germinación de la semilla representa el comienzo de la vida espiritual, y el desarrollo de la planta es una bella figura del crecimiento cristiano. Como en la naturaleza, así también en la gracia no puede haber vida sin crecimiento. La planta debe crecer o morir. Así como su crecimiento es silencioso e imperceptible, pero continuo, así es el desarrollo de la vida cristiana. En cada grado de desarrollo, nuestra vida puede ser perfecta; pero, si se cumple el propósito de Dios para con nosotros, habrá un avance continuo.

La santificación es la obra de toda la vida. Con la multiplicación de nuestras oportunidades, aumentará nuestra experiencia y se acrecentará nuestro conocimiento. Llegaremos a ser fuertes para llevar responsabilidades, y nuestra madurez estará en relación con nuestros privilegios.

La planta crece al recibir lo que Dios ha provisto para sustentar su vida. Hace penetrar sus raíces en la tierra. Absorbe la luz del sol, el rocío y la lluvia. Recibe las propiedades vitalizadoras del aire. Así el cristiano ha de crecer cooperando con los agentes divinos. Sintiendo nuestra impotencia, hemos de aprovechar todas las oportunidades que se nos dan para adquirir una experiencia más amplia.

Así como la planta se arraiga en el suelo, así hemos de arraigarnos profundamente en Cristo. Así como la planta recibe la luz del sol, el rocío y la lluvia, hemos de abrir nuestro corazón al Espíritu Santo. Ha de hacerse la obra, "no con ejército, ni con fuerza, sino con mi espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos".* Si conservamos nuestra mente fija en Cristo, él vendrá a nosotros "como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la tierra". Como el Sol de justicia, se levantará sobre nosotros, "y en sus alas traerá salud". Floreceremos "como lirio". Seremos "vivificados como trigo", y floreceremos "como la vid".* Al depender constantemente de Cristo como nuestro Salvador personal, creceremos en él en todas las cosas, en Aquel que es la cabeza.

El trigo desarrolla "primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga". El objeto del agricultor al sembrar la semilla y cultivar la planta creciente es la producción de grano. Desea pan para el hambriento y semilla para las cosechas futuras. Así también el Agricultor divino espera una cosecha como premio de su labor y sacrificio. Cristo está tratando de reproducirse a sí mismo en el corazón de los hombres; y esto lo hace mediante los que creen en él. El objeto de la vida cristiana es llevar fruto, la reproducción del carácter de Cristo en el creyente, para que ese mismo carácter pueda reproducirse en otros.

La planta no germina, crece o da fruto para sí misma, sino que "da simiente al que siembra, y pan al que come".* Así ningún hombre ha de vivir para sí mismo. El cristiano está en el mundo como representante de Cristo, para la salvación de otras almas.

No puede haber crecimiento o fructificación en la vida que se centraliza en el yo. Si habéis aceptado a Cristo como a vuestro Salvador personal, habéis de olvidar vuestro yo, y tratar de ayudar a otros. Hablad del amor de Cristo, de su bondad. Cumplid con todo deber que se presente. Llevad la carga de las almas sobre vuestro corazón, y por todos los medios que estén a vuestro alcance tratad de salvar a los perdidos.

A medida que recibáis el Espíritu de Cristo -el espíritu de amor desinteresado y de trabajo por otros-, iréis creciendo y dando frutos. Las gracias del Espíritu madurarán en vuestro carácter. Se aumentará vuestra fe, vuestras convicciones se profundizarán, vuestro amor se perfeccionará. Reflejaréis más y más la semejanza de Cristo en todo lo que es puro, noble y bello.

"El fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza".* Este fruto nunca puede perecer, sino que producirá una cosecha, según su género, para vida eterna.

"Cuando el fruto fuere producido, luego se mete la hoz, porque la siega es llegada". Cristo espera con un deseo anhelante la manifestación de sí mismo en su iglesia. Cuando el carácter de Cristo sea perfectamente reproducido en su pueblo, entonces vendrá él para reclamarlos como suyos.

Todo cristiano tiene la oportunidad no sólo de esperar sino de apresurar la venida de nuestro Señor Jesucristo.* Si todos los que profesan el nombre de Cristo llevaran fruto para su gloria, cuán prontamente se sembraría en todo el mundo la semilla del Evangelio. Rápidamente maduraría la gran cosecha final, y Cristo vendría para recoger el precioso grano.

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