LA PARÁBOLA del vestido de bodas representa una lección del más alto significado. El casamiento representa la unión de la humanidad con la divinidad; el vestido de bodas representa el carácter que todos deben poseer para ser tenidos por dignos convidados a las bodas.
En esta parábola como en la de la gran cena, se ilustran la invitación del Evangelio, su rechazamiento por el pueblo judío, y el llamamiento de misericordia dirigido a los gentiles. Pero de parte de los que rechazan la invitación, esta parábola presenta un insulto mayor y un castigo más terrible.
El llamamiento a la fiesta es una invitación del rey. Procede de aquel que está investido de poder para ordenar. Confiere gran honor. Sin embargo, el honor no es apreciado. La autoridad del rey es menospreciada. Mientras la invitación del padre de familia fue recibida con indiferencia, la del rey es recibida con insultos y homicidio. Trataron a sus siervos con desprecio, afrontándolos y matándolos.
El padre de familia, al ver despreciada su invitación, declaró que ninguno de los convidados probaría su cena. Pero en cuanto a los que habían despreciado al rey, se decreta algo más que la exclusión de su presencia y de su mesa, pues "enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y puso fuego a su ciudad".
En ambas parábolas, la fiesta queda provista de convidados, pero la segunda demuestra que todos los que asisten a la fiesta han de hacer cierta preparación. Los que descuidan esta preparación son echados fuera. "Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí un hombre no vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí no teniendo vestido de boda? Mas él cerró la boca. Entonces el rey dijo a los que servían: Atado de pies y de manos tomadle, y echadle en las tinieblas de afuera: Allí será el lloro y el crujir de dientes".
La invitación a la fiesta había sido dada por los discípulos de Cristo. Nuestro Señor había mandado a los doce y después a los setenta, para que proclamaran que el reino de Dios estaba cerca, e invitasen a los hombres a arrepentirse y creer en el Evangelio. Pero la invitación no fue escuchada. Los que habían sido invitados a la fiesta no vinieron.
Los siervos fueron enviados más tarde para decirles: "He aquí, mi comida he aparejado; mis toros y animales engordados son muertos, y todo está prevenido: venid a las bodas". Tal fue el mensaje dado a la nación judía después de la crucifixión de Cristo, pero la nación que aseveraba ser el pueblo peculiar de Dios rechazó el Evangelio que se le traía con el poder del Espíritu Santo.
Muchos hicieron esto de la manera más despectiva. Otros se exasperaron tanto por el ofrecimiento de la salvación, por la oferta de perdón, por haber rechazado al Señor de gloria, que se volvieron contra los portadores del mensaje. Hubo "una grande persecución".* Muchos hombres y mujeres fueron echados en la cárcel, y fueron muertos algunos de los mensajeros del Señor, como Esteban y Santiago.
Así selló el pueblo judío su rechazamiento de la misericordia de Dios. El resultado fue predicho por Cristo en la parábola. El rey, "enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y puso fuego a su ciudad". El juicio pronunciado vino sobre los judíos en la destrucción de Jerusalén y la dispersión de la nación.
La tercera invitación a la fiesta representa la proclamación del Evangelio a los gentiles. El rey dijo: "Las bodas a la verdad están aparejadas; mas los que eran llamados no eran dignos. Id pues a las salidas de los caminos y llamad a las bodas a cuantos hallareis".
Los siervos del rey que salieron por los caminos "juntaron a todos los que hallaron; juntamente malos y buenos". Era una compañía heterogénea. Algunos no tenían mayor respeto, por quien daba la fiesta, que aquellos que habían rechazado la invitación. Los que fueron primeramente invitados no podían consentir, pensaban ellos, en sacrificar ninguna ventaja mundanal para asistir al banquete del rey.
Y entre los que aceptaron la invitación, había algunos que sólo pensaban en su propio beneficio. Vinieron para disfrutar del banquete, pero no por el deseo de honrar al rey.
Cuando el rey vino a ver a los convidados, se reveló el verdadero carácter de todos. Para cada uno de los convidados a la fiesta se había provisto un vestido de boda. Este vestido era un regalo del rey. Al usarlo, los convidados mostraban su respeto por el dador de la fiesta. Pero un hombre estaba aún vestido con sus ropas comunes. Había rehusado hacer la preparación requerida por el rey. Desdeñó usar el manto provisto para él a gran costo. De esta manera insultó a su señor. A la pregunta del rey: "¿Cómo entraste aquí no teniendo vestido de boda?" no pudo contestar nada. Se condenó a sí mismo. Entonces el rey dijo: "Atado de pies y de manos tomadle, y echadle en las tinieblas de afuera".
El examen que de los convidados a la fiesta hace el rey, representa una obra de juicio. Los convidados a la fiesta del Evangelio son aquellos que profesan servir a Dios, aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida. Pero no todos los que profesan ser cristianos son verdaderos discípulos. Antes que se dé la recompensa final, debe decidirse quiénes son idóneos para compartir la herencia de los justos. Esta decisión debe hacerse antes de la segunda venida de Cristo en las nubes del cielo; porque cuando él venga, traerá su galardón consigo, "para recompensar a cada uno según fuere su obra".* Antes de su venida, pues, habrá sido determinado el carácter de la obra de todo hombre, y a cada uno de los seguidores de Cristo le habrá sido fijada su recompensa de acuerdo con sus obras.
Mientras los hombres moran todavía en la tierra se verifica la obra del juicio en los atrios del cielo. Delante de Dios pasa el registro de la vida de todos sus profesos seguidores. Todos son examinados según lo registrado en los libros del cielo, y según sus hechos queda para siempre fijado el destino de cada uno.
El vestido de boda de la parábola representa el carácter puro y sin mancha que poseerán los verdaderos seguidores de Cristo. A la iglesia "le fue dado que se vista de lino fino, limpio y brillante", "que no tuviese mancha, ni arruga, ni cosa semejante". El lino fino, dice la Escritura, "son las justificaciones de los santos".* Es la justicia de Cristo, su propio carácter sin mancha, que por la fe se imparte a todos los que lo reciben como Salvador personal.
La ropa blanca de la inocencia era llevada por nuestros primeros padres cuando fueron colocados por Dios en el santo Edén. Ellos vivían en perfecta conformidad con la voluntad de Dios. Toda la fuerza de sus afectos era dada a su Padre celestial. Una hermosa y suave luz, la luz de Dios, envolvía a la santa pareja. Este manto de luz era un símbolo de sus vestiduras espirituales de celestial inocencia. Si hubieran permanecido fieles a Dios, habría continuado envolviéndolos. Pero cuando entró el pecado, rompieron su relación con Dios, y la luz que los había circuido se apartó. Desnudos y avergonzados, procuraron suplir la falta de los mantos celestiales cosiendo hojas de higuera para cubrirse.
Esto es lo que los transgresores de la ley de Dios han hecho desde el día en que Adán y Eva desobedecieron. Han cosido hojas de higuera para cubrir la desnudez causada por la transgresión. Han usado los mantos de su propia invención; mediante sus propias obras han tratado de cubrir sus pecados y hacerse aceptables a Dios.
Pero esto no pueden lograrlo jamás. El hombre no puede idear nada que pueda ocupar el lugar de su perdido manto de inocencia. Ningún manto hecho de hojas de higuera, ningún vestido común a la usanza mundana, podrán emplear aquellos que se sienten con Cristo y los ángeles en la cena de las bodas del Cordero.
Unicamente el manto que Cristo mismo ha provisto puede hacernos dignos de aparecer ante la presencia de Dios. Cristo colocará este manto, esta ropa de su propia justicia sobre cada alma arrepentida y creyente. "Yo te amonesto -dice él- que de mí compres... vestiduras blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez".*
Este manto, tejido en el telar del cielo, no tiene un solo hilo de invención humana. Cristo, en su humanidad, desarrolló un carácter perfecto, y ofrece impartirnos a nosotros este carácter. "Como trapos asquerosos son todas nuestras justicias".*
Todo cuanto podamos hacer por nosotros mismos está manchado por el pecado. Pero el Hijo de Dios "apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él". Se define el pecado como "la transgresión de la ley".* Pero Cristo fue obediente a todo requerimiento de la ley. El dijo de sí mismo: "Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón".*
Cuando estaba en la tierra dijo a sus discípulos: "He guardado los mandamientos de mi Padre".* Por su perfecta obediencia ha hecho posible que cada ser humano obedezca los mandamientos de Dios. Cuando nos sometemos a Cristo, el corazón se une con su corazón, la voluntad se fusiona con su voluntad, la mente llega a ser una con su mente, los pensamientos se sujetan a él; vivimos su vida.
Esto es lo que significa estar vestidos con el manto de su justicia. Entonces, cuando el Señor nos contempla, él ve no el vestido de hojas de higuera, no la desnudez y deformidad del pecado, sino su propia ropa de justicia, que es la perfecta obediencia a la ley de Jehová.
Los convidados a la fiesta de bodas fueron inspeccionados por el rey, y se aceptó solamente a aquellos que habían obedecido sus requerimientos y se habían puesto el vestido de bodas. Así ocurre con los convidados a la fiesta del Evangelio. Todos deben ser sometidos al escrutinio del gran Rey, y son recibidos solamente aquellos que se han puesto el manto de la justicia de Cristo.
La justicia es la práctica del bien, y es por sus hechos por lo que todos han de ser juzgados. Nuestros caracteres se revelan por lo que hacemos. Las obras muestran si la fe es genuina o no.
Por John J. Alvarado D. COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO
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