CRISTO estaba enseñando, y, como de costumbre, otros, además de sus discípulos, se habían congregado a su alrededor. Había estado hablando a sus discípulos de las escenas en las cuales ellos habían de desempeñar pronto una parte.
Debían proclamar las verdades que él les había confiado, y se verían en conflicto con los gobernantes de este mundo. Por causa de él habían de ser llevados ante tribunales, y ante magistrados y reyes.
El les había asegurado que habían de recibir tal sabiduría que ninguno los podría contradecir. Sus propias palabras, que conmovían los corazones de la multitud y confundían a sus astutos adversarios, testificaban del poder de aquel Espíritu que él había prometido a sus seguidores.
Pero había muchos que deseaban la gracia del cielo únicamente para satisfacer sus propósitos egoístas. Reconocían el maravilloso poder de Cristo al exponer la verdad con una luz clara. Oyeron la promesa hecha a sus seguidores de que les sería dada sabiduría especial para hablar ante gobernantes y magistrados. ¿No les prestaría él su poder para su provecho mundanal?
"Y díjole uno de la compañía: Maestro, dí a mi hermano que parta conmigo la herencia". Por medio de Moisés, Dios había dado instrucciones en cuanto a la transmisión de la herencia. El hijo mayor recibía una doble porción de la propiedad del padre,* mientras que los hermanos menores se debían repartir partes iguales. Este hombre cree que su hermano le ha usurpado la herencia.
Sus propios esfuerzos por conseguir lo que considera como suyo han fracasado; pero si Cristo interviene obtendrá seguramente su propósito. Ha oído las conmovedoras súplicas de Cristo, y sus solemnes denuncias a los escribas y fariseos. Si fueran dirigidas a su hermano palabras tan autoritarias, no se atrevería a rehusarle su parte al agraviado.
En medio de la solemne instrucción que Cristo había dado, este hombre había revelado su disposición egoísta. Podía apreciar la capacidad del Señor, la cual iba a obrar en beneficio de sus asuntos temporales, pero las verdades espirituales no habían penetrado en su mente y en su corazón. La obtención de la herencia constituía su tema absorbente. Jesús, el Rey de gloria, que era rico, y que no obstante, por nuestra causa se hizo pobre, estaba abriendo ante él los tesoros del amor divino.
El Espíritu Santo estaba suplicándole que fuese un heredero de la herencia "incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse".* El había visto la evidencia del poder de Cristo. Ahora se le presentaba la oportunidad de hablar al gran Maestro, de expresar el deseo más elevado de su corazón. Pero a semejanza del hombre del rastrillo que se presenta en la alegoría de Bunyan, sus ojos estaban fijos en la tierra. No veía la corona sobre su cabeza. Como Simón el mago, consideró el don de Dios como un medio de ganancia mundanal.
La misión del Salvador en la tierra se acercaba rápidamente a su fin. Le quedaban solamente pocos meses para completar lo que había venido a hacer para establecer el reino de su gracia. Sin embargo, la codicia humana quería apartarlo de su obra, para hacerle participar en la disputa por un pedazo de tierra. Pero Jesús no podía ser apartado de su misión. Su respuesta fue: "Hombre, ¿quién me puso por juez o partidor sobre vosotros?"
Jesús hubiera podido decirle a ese hombre lo que era justo. Sabía quién tenía el derecho en el caso, pero los hermanos discutían porque ambos eran codiciosos. Cristo dijo claramente que su ocupación no era arreglar disputas de esta clase. Su venida tenía otro fin: predicar el Evangelio y así despertar en los hombres el sentido de las realidades eternas.
La manera en que Cristo trató este caso encierra una lección para todos los que ministran en su nombre. Cuando él envió a los doce, les dijo: "Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios: de gracia recibisteis, dad de gracia".* Ellos no habían de arreglar los asuntos temporales de la gente.
Su obra era persuadir a los hombres a reconciliarse con Dios. En esta obra estribaba su poder de bendecir a la humanidad. El único remedio para los pecados y dolores de los hombres es Cristo. Únicamente el Evangelio de su gracia puede curar los males que azotan a la sociedad. La injusticia del rico hacia el pobre, el odio del pobre hacia el rico, tienen igualmente su raíz en el egoísmo, el cual puede extirparse únicamente por la sumisión a Cristo.
Solamente él da un nuevo corazón de amor en lugar del corazón egoísta de pecado. Prediquen los siervos de Cristo el Evangelio con el Espíritu enviado desde el cielo, y trabajen como él lo hizo por el beneficio de los hombres. Entonces se manifestarán, en la bendición y la elevación de la humanidad, resultados que sería totalmente imposible alcanzar por el poder humano.
Nuestro Señor atacó la raíz del asunto que perturbaba a este interrogador, y la raíz de todas las disputas similares, diciendo: "Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.
"Y refirióles una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había llevado mucho; y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde juntar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis alfolíes, y los edificaré mayores, y allí juntaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; repósate, come, bebe, huélgate. Y díjole Dios: Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico en Dios".
Por medio de la parábola del hombre rico, Cristo demostró la necesidad de aquellos que hacen del mundo toda su ambición. Este hombre lo había recibido todo de Dios. El sol había brillado sobre sus propiedades, porque sus rayos caen sobre el justo y el injusto. Las lluvias del cielo descienden sobre el malo y el bueno. El Señor había hecho prosperar la vegetación, y producir abundantemente los campos.
El hombre rico estaba perplejo porque no sabía qué hacer con sus productos. Sus graneros estaban llenos hasta rebosar, y no tenía lugar en que poner el excedente de su cosecha. No pensó en Dios, de quien proceden todas las bondades. No se daba cuenta de que Dios lo había hecho administrador de sus bienes, para que ayudase a los necesitados. Se le ofrecía una bendita oportunidad de ser dispensador de Dios, pero sólo pensó en procurar su propia comodidad.
Este hombre rico podía ver la situación del pobre, del huérfano, de la viuda, del que sufría y del afligido; había muchos lugares donde podía emplear sus bienes. Hubiera podido librarse fácilmente de una parte de su abundancia y al mismo tiempo aliviar a muchos hogares de sus necesidades, alimentar a muchos hambrientos, vestir a los desnudos, alegrar a más de un corazón, ser el instrumento para responder a muchas oraciones por las cuales se pedía pan y abrigo, y una melodía de alabanza hubiera ascendido al cielo. El Señor había oído las oraciones de los necesitados, y en su bondad había hecho provisión para el pobre.*
En las bendiciones conferidas al hombre rico, se había hecho amplia provisión para las necesidades de muchos. Pero él cerró su corazón al clamor del necesitado, y dijo a sus siervos: "Esto haré; derribaré mis alfolíes, y los edificaré mayores, y allí juntaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; repósate, come, bebe, huélgate".
Los ideales de este hombre no eran más elevados que los de las bestias que perecen. Vivía como si no hubiese Dios, ni cielo, ni vida futura; como si todo lo que poseía fuese suyo propio, y no debiese nada a Dios ni al hombre. El salmista describió a este hombre rico cuando declaró: "Dijo el necio en su corazón: No hay Dios".*
Este hombre había vivido y hecho planes para sí mismo. El ve que posee provisión abundante para el futuro; ya no le queda nada que hacer, fuera de atesorar y gozar los frutos de sus labores. Se considera a sí mismo como más favorecido que los demás hombres, y se gloría de su sabia administración. Es honrado por sus conciudadanos como un hombre de buen juicio y un ciudadano próspero. Porque "serás loado cuando bien te tratares".*
Pero "la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios".* Mientras el hombre rico espera disfrutar de años de placer en lo futuro, el Señor hace planes muy diferentes. A este mayordomo infiel le llega el mensaje: "Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma". Esta era una demanda que el dinero no podía suplir. La riqueza que él había atesorado no podía comprar la suspensión de la sentencia. En un momento, aquello por lo cual se había afanado durante toda su vida, perdió su valor para él. Entonces, "lo que has prevenido, ¿de quién será?" Sus extensos campos y bien repletos graneros dejaron de estar bajo su dominio. "Allega riquezas, y no sabe quién las recogerá".*
No se aseguró lo único que hubiera sido de valor para él. Al vivir para sí mismo había rechazado aquel amor divino que se hubiera derramado con misericordia hacia sus semejantes. De esa manera había rechazado la vida. Porque Dios es amor, y el amor es vida. Este hombre había escogido lo terrenal antes que lo espiritual, y con lo terrenal debía morir. "El hombre en honra que no entiende, semejante es a las bestias que perecen".*
"Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico en Dios". Este cuadro se adapta a todos los tiempos. Podéis hacer planes para obtener meros goces egoístas, podéis allegaros tesoros, podéis edificaras grandes y altas mansiones, como los edificadores de la antigua Babilonia; pero no podéis edificar muros bastante altos ni puerta bastante fuerte para impedir el paso de los mensajeros de la muerte.
El rey Belsasar "hizo un gran banquete" en su palacio, "y alabaron a los dioses de oro y de plata, de metal, de hierro, de madera, y de piedra". Pero la mano del Invisible escribió en la pared las palabras de su condena, y se oyó a las puertas de su palacio el paso de los ejércitos hostiles. "La misma noche fue muerto Belsasar, rey de los caldeos"*, y un monarca extranjero se sentó en el trono.
Vivir para sí es perecer. La codicia, el deseo de beneficiarse a sí mismo, separa al alma de la vida. El espíritu de Satanás es conseguir, atraer hacia sí. El espíritu de Cristo es dar, sacrificarse para bien de los demás. "Y éste es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida: el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida".*
Por lo tanto, nos dice: "Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee".
Por John J. Alvarado D. COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO