DAR TESTIMONIO
Lectura bíblica:
Hch. 9:19-21; 22:15; 1 Jn. 4:14; Jn. 1:40-45; 4:29; Mr. 5:19
I. LO QUE SIGNIFICA
DAR TESTIMONIO
¿Cuánto tiempo dura
la luz de una vela? Obviamente, hasta que la vela se consuma. Pero si con ella
encendemos otra, la luz duplicará su intensidad. ¿Disminuirá la luz de la
primera vela por haber encendido la segunda? Claro que no. ¿Qué pasaría si
usáramos la segunda vela para encender una tercera? ¿Acaso disminuirá la luz de
la segunda? Ciertamente que no disminuirá. La luz de cada vela durará hasta que
dicha vela se haya consumido. Pero cuando la primera vela se apague, la segunda
todavía permanecerá encendida, y cuando esta se consuma, la tercera continuará
alumbrando.
Lo mismo sucederá si encendemos diez, cien o mil velas; la luz
nunca se apagará. Este ejemplo es una ilustración del testimonio de la iglesia.
Cuando el Hijo de Dios estuvo en la tierra, Él encendió la primera vela, y
desde entonces se han encendido más velas, una tras otra. Durante diecinueve
siglos, la iglesia ha brillado como el resplandor de las velas. Cuando una vela
se consume, otra ha comenzado a brillar en su lugar, y este proceso continúa
aún en nuestros días, pues de la misma manera en que la salvación jamás se ha
detenido, el fulgor de la iglesia nunca ha cesado de brillar en la tierra.
Algunos encendieron diez velas, otros cien, pero las velas se han venido
encendiendo una tras otra, sin interrupción, y la luz continúa resplandeciendo.
Hermanos y
hermanas, ¿desean que vuestra luz perdure o desean que ella se apague cuando su
vela se haya consumido? Aquel que nos encendió, lo hizo con la expectativa de
que la luz no se extinguiera al finalizar nuestro curso sobre la tierra. Todo
cristiano debe esforzarse al máximo por hacer que otros reciban la salvación;
debe empeñarse en testificar ante los demás y conducirlos al Señor, a fin de
que tal testimonio continúe presente en esta tierra de generación en generación.
Es lamentable que la luz de algunos se apaga y su
testimonio personal cesa. ¡Esto es muy lamentable! La iglesia se ha propagado
por generaciones. El testimonio de algunos continúa, mientras que el de otros
cesa al carecer de descendientes. La luz de una vela sólo puede brillar
mientras esta permanezca encendida. Asimismo, el testimonio de una persona sólo
puede durar mientras ella todavía viva. A fin de que dicha luz continúe
alumbrando, otras velas deberán ser encendidas antes que la luz de la primera
vela se haya apagado. Por tanto, la segunda, la tercera, la centésima, la
milésima e incluso la diezmilésima vela, seguirán propagando esta luz. Esta luz
continuará para siempre y se extenderá por todo el mundo. Dicha propagación no
hará que la luz de cada vela mengüe, pues no sufriremos pérdida alguna cuando
testifiquemos; más bien, esto hará que nuestro testimonio perdure.
¿Qué significa dar
testimonio? En Hechos 22:15 el Señor envió a Ananías para que le dijera a
Pablo: ―Porque serás testigo Suyo a todos los hombres, de lo que has visto y
oído‖. Esto nos muestra que nuestro fundamento para dar testimonio es
aquello que hemos visto y oído. Uno no puede ser testigo de lo que no ha visto
con sus propios ojos, ni oído con sus propios oídos. Puesto que Pablo vio algo
con sus propios ojos y escuchó algo con sus propios oídos, Dios le encomendó
ser testigo de lo que había visto y oído. En 1 Juan 4:14 se nos dice en qué
consiste dar testimonio:
―Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo, como Salvador del mundo‖. Una persona es
testigo de lo que ha visto. Gracias a Dios, ustedes han creído en el Señor.
Ustedes han tenido un encuentro con Él, han creído en Él, le han recibido y lo
han hecho suyo. Ustedes son salvos; han sido librados de vuestros pecados, han
recibido el perdón y han obtenido la paz. Habiendo creído en el Señor, ¡cuánto
os regocijáis! Este gozo es algo que jamás habían poseído. Anteriormente, ¡cuan
pesada era la carga del pecado que llevaban sobre vuestros hombros! Pero ahora,
gracias a Dios, esta carga del pecado ya no existe. Hemos visto y oído algo.
¿Qué debemos hacer hoy? Debemos dar testimonio de nuestra experiencia. Esto no
significa que debamos renunciar a nuestro empleo para dedicarnos a predicar.
Esto significa que debemos ser testigos ante amigos, familiares y conocidos de
lo que hemos visto y oído, conduciéndolos así al Señor.
El evangelio se
detendrá si no continuamos dando testimonio. Es indudable que somos salvos,
poseemos la vida del Señor y estamos ―encendidos‖; pero si no
encendemos a otros, nuestro testimonio cesará cuando nuestra vela se haya
consumido. No debemos ir al encuentro del Señor con las manos vacías, sino que
debemos traer a muchos otros cuando nos encontremos con el Señor. Los nuevos creyentes
tienen que aprender desde el comienzo a dar testimonio y a traer a mucha gente
al Señor. No seamos negligentes en este asunto. Si un creyente no da testimonio
de su fe desde el comienzo, después de unos pocos días formará el hábito de no
decir nada, y costará mucho esfuerzo cambiarlo. El día que creímos en el Señor por primera vez gustamos de tan vasto
amor, recibimos un Salvador maravilloso, una salvación muy grande y una
tremenda emancipación. No obstante, ¡todavía no damos testimonio de esto ni
encendemos a otros con nuestra luz! ¡Esto verdaderamente nos pone en deuda con
el Señor!
II. EJEMPLOS DE DAR
TESTIMONIO
Analicemos cuatro
porciones de la Palabra, las cuales nos proporcionan muy buenos ejemplos de
cómo testificar.
A. Ir a la ciudad a
decirle a los hombres
En Juan 4, el Señor
le habló a la mujer samaritana acerca del agua de vida. Por medio de esto, ella
comprendió que nadie en la tierra puede hallar satisfacción en otra cosa que no
sea el agua de vida. Todo el que beba agua de un pozo, no importa cuántas veces
lo haga, volverá a tener sed y nunca estará satisfecho. Únicamente al beber del
agua que el Señor nos da, podremos saciar nuestra sed; pues en nuestro interior
brotará una fuente que habrá de saciarnos continuamente. Solamente este gozo
interno puede satisfacernos de verdad. La mujer samaritana se había casado
cinco veces. Ella se casó con uno y otro hombre; cambió maridos cinco veces;
aun así, ella no estaba satisfecha. Ella era de aquellas personas que beben una
y otra vez sin jamás hallar satisfacción, al extremo que ahora ella vivía con
alguien que no era su marido. Indudablemente, ella era una persona que no había
hallado satisfacción.
Pero el Señor era poseedor del agua de vida que la podía
satisfacer. Cuando el Señor le declaró quien era Él, ella lo recibió. Luego,
ella abandonó su cántaro y corrió a la ciudad diciendo: ―Venid, ved a un hombre
que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?‖ (v. 29). Su primera reacción fue dar testimonio. ¿De qué dio
testimonio? De Cristo. Quizás en la ciudad todos sabían acerca de ella, pero
probablemente no conocían muchas de las cosas que ella había hecho. Sin
embargo, el Señor le dijo todo cuanto ella había hecho. Esta mujer
inmediatamente dio testimonio, diciendo: ―¿No será éste el Cristo?‖. En cuanto ella vio al Señor, abrió sus labios para instar a los
demás a constatar si esta persona era el Cristo; y como resultado de sus
palabras muchos creyeron en el Señor.
Todo cristiano
tiene la obligación de ser un testigo y dar a conocer al Señor a los demás. El
Señor ha salvado a una persona tan pecadora como yo. Si Él no es el Cristo,
¿quién más podría ser? Si Él no es el Hijo de Dios, ¿quién más podría ser?
Tengo la obligación de proclamar esto. Tengo que abrir mis labios y dar
testimonio. Aunque tal vez no sepa cómo dar un sermón, ciertamente sé que Él es
el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador designado por Dios. He visto que soy un
pecador, y yo sé que el Señor me ha salvado. No puedo explicar lo sucedido conmigo, pero ciertamente puedo instar a los demás a que vengan y
comprueben cuán gran cambio se ha operado en mí. Simplemente no sé cómo
sucedió, pero el hecho es que antes yo me consideraba una persona muy buena, y
ahora reconozco que soy un pecador.
El Señor me ha mostrado mis pecados, cosas
que yo no pensaba que eran pecado. Y ahora sé qué clase de persona soy. En el
pasado, cometí muchos pecados acerca de los cuales nadie se enteró y de los que
ni yo misma me daba cuenta. Cometí muchos pecados; sin embargo, no los
consideraba pecado. Mas he aquí un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho.
Él me ha dicho todo cuanto yo sabía, y me ha hecho saber aquello que
desconocía. No puedo sino confesar que he tenido un encuentro con el Cristo y
que he conocido al Salvador. He aquí un hombre que me ha dicho que el ―marido‖ que tenía no era mi marido. Él mismo me dijo, además, que si yo bebía
de esta agua, volvería a tener sed y tendría que regresar por más. ¡Cuánta
verdad había en Sus palabras! Venid y ved. ¿No es acaso Él el Salvador? ¿No es
acaso este el Cristo? ¿No es este el Único que nos puede salvar?
Todos aquellos a
quienes les ha sido revelado que son pecadores, ciertamente tienen un
testimonio que contar; al igual que todos aquellos que han conocido al
Salvador. La mujer samaritana testificó pocas horas después de haber conocido
al Señor. Ella no dejó pasar unos años, ni esperó a regresar de una campaña de
avivamiento para dar testimonio, sino que testificó en cuanto retornó a la
ciudad. Tan pronto una persona es salva, inmediatamente debe contar a los demás
lo que ha visto y entendido. No debemos hablar de lo que no sabemos, ni
tratemos de componer un largo discurso, simplemente demos nuestro testimonio.
Al testificar, sólo necesitamos expresar lo que sentimos. Podemos decir, por
ejemplo: ―Antes de creer en el Señor me sentía tan deprimido, pero ahora que he
creído en Él, me he convertido en una persona feliz. En el pasado, me esforzaba
por conseguir muchas otras cosas, pero jamás estaba satisfecho. Ahora poseo una
dulzura inexplicable dentro de mí. Antes de creer en el Señor, no podía dormir
bien, pero ahora duermo en paz. La ansiedad y la amargura me consumían, pero
ahora, adondequiera que voy, me acompañan la paz y el gozo‖.
Ciertamente ustedes tienen la capacidad de relatar su propia
experiencia a los demás. No tienen que decirles aquello que no están en
posición de predicar, ni hablar de aquello que no conocen. No hablen nada que
vaya más allá de lo que conocen o que no corresponda a su condición actual,
pues ello podría acarrear controversia. Simplemente preséntense como testigos
vivos y los demás no tendrán nada que decir.
B. Vaya a los suyos
y cuénteles
En Marcos 5:1-20 se
nos narra la historia de un hombre que estaba poseído de demonios. Este es el
caso más serio de posesión demoníaca que nos relata la Biblia. Había una legión
de demonios dentro de este hombre, quien vivía entre los sepulcros y no podía ser atado, ni siquiera con cadenas. Gritaba
de día y de noche entre las tumbas y en los montes, y se hería con piedras.
Cuando el Señor mandó que los demonios salieran de él, estos entraron en una
piara de casi dos mil cerdos, los cuales se precipitaron en el mar por un
despeñadero y se ahogaron. Después que el hombre endemoniado fue salvo, el
Señor le dijo: ―Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuánto el Señor ha
hecho por ti, y cómo ha tenido misericordia de ti‖ (v. 19).
Después que uno es
salvo, es el deseo del Señor que uno les cuente a los suyos —a sus familiares,
vecinos, amigos y colegas— que ha sido salvo. No sólo debemos testificar que
creemos en Jesús, sino también cuánto ha hecho Él por nosotros. Él quiere que
divulguemos lo que nos aconteció. Así, encenderemos a otros también y la
salvación, lejos de llegar a su fin con nosotros, continuará propagándose.
Es muy lamentable
que muchas almas que pertenecen a familias cristianas se encuentren camino a la
condenación. Muchos de nosotros todavía tenemos padres, hijos, parientes o
amigos que aún no han oído el evangelio de Cristo de nuestras bocas. Ellos
únicamente tienen acceso a las bendiciones y alegrías de esta era, y carecen de
esperanza con respecto a la era venidera. ¿Qué impide que les contemos todo lo
que el Señor ha hecho por nosotros? Estas personas están al lado nuestro. Si
ellos nos pueden oír el evangelio de nosotros, ¿quién más lo hará?
Si hemos de
testificar ante nuestros familiares, nuestra conducta con ellos tendrá que
cambiar mucho. Deberá ser patente para ellos que desde que creímos en el Señor,
nuestra vida ha cambiado, pues sólo así nos escucharán y sólo así les
mereceremos confianza. Por ello, tenemos que ser personas más justas, más
abnegadas, más caritativas, más diligentes y más gozosas que antes. De otro
modo, ellos no creerán nuestras palabras. Además, tenemos que testificar ante
ellos el motivo por el cual nosotros hemos cambiado tanto.
C. Proclamarlo en
la sinagoga
Hechos 9:19-21
dice: ―Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en
Damasco. Enseguida comenzó a proclamar a Jesús en las sinagogas, diciendo que
Él era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No
es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso
vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?‖.
Saulo iba en camino
a Damasco con la finalidad de apresar a quienes habían creído en el Señor. Mas
en el camino, el Señor le salió al encuentro y le habló. Repentinamente la luz
resplandeció, Pablo cayó en tierra y fue cegado; y los hombres que viajaban con él tuvieron que llevarlo de la mano a
Damasco, donde estuvo por tres días ciego y permaneció sin comer ni beber. Al
final de esos tres días, el Señor envió a Ananías para que le impusiera las
manos a Pablo, quien recibió la vista, se levantó y fue bautizado.
Después de
comer, recobró las fuerzas, y Pablo comenzó enseguida a proclamar en las
sinagogas testificando a otros que Jesús era el Hijo de Dios. Obviamente, hacer
esto no era nada fácil, pues anteriormente Pablo había perseguido a los
discípulos del Señor. Además, es posible que Pablo fuese una de las setenta y
un personas que componían el sanedrín judío. Él había recibido cartas del sumo
sacerdote e iba por el camino para apresar a los creyentes y llevarlos ante él.
¿Qué debía hacer ahora que había creído en el Señor?
Inicialmente, él se había
propuesto encarcelar a los que creían en el Señor; ahora él mismo se hallaba en
peligro de ser apresado. Humanamente hablando, él debía escaparse o esconderse,
pero en lugar de ello, entró en las sinagogas (no solo una, sino muchas) para
probarles a los judíos que Jesús es el Hijo de Dios. Esto nos muestra que lo
primero que una persona debe hacer después de recibir al Señor, es dar
testimonio. Después de haber recobrado la vista, Pablo aprovechó la primera
oportunidad que tuvo para testificar que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios.
Todo el que cree en el Señor Jesús debe hacer lo mismo.
Todo el mundo sabe
que Jesús existe, pero muchos sólo lo conocen como uno más entre millones de
hombres. En otras palabras, a Jesús se le considera que es solamente uno entre
muchos. Aunque para unos sea un poco más especial que para otros, sigue siendo
un hombre común para todos ellos. Pero un día, la luz y la revelación divinas
iluminaron los ojos de nuestro corazón y descubrimos algo. ¡Descubrimos que
este Jesús es el Hijo de Dios! ¡Descubrimos que Dios tiene un Hijo! ¡Jesús es
el Hijo de Dios! ¡Qué gran descubrimiento! Descubrimos que entre todos los
hombres, hay uno que es el Hijo de Dios. ¡Esto es verdaderamente maravilloso!
Cuando una persona recibe al Señor Jesús como su Salvador, y confiesa que Él es
el Hijo de Dios, está dando un paso trascendental y muy importante.
No es una
experiencia que pueda pasar desapercibida, pues se trata de un momento
trascendental para la vida de una persona. Ella habrá descubierto que, entre
los millones de seres humanos que hay en esta tierra, hay uno que es el Hijo de
Dios. ¡Este es un gran descubrimiento, algo tremendo!
De entre los billones de
personas que han existido a través de la historia, hemos descubierto que Jesús
de Nazaret es el Hijo de Dios. Ciertamente se trata de un gran asunto. Si
alguno descubriera un ángel entre nosotros, ciertamente nos maravillaríamos.
¿Cuánto más debemos maravillarnos de que alguno encuentre al Hijo de Dios? El
Señor es infinitamente superior a los ángeles, y no existe término de
comparación entre ellos. Los ángeles son muy inferiores a nuestro Señor.
He aquí una persona que tenía la misión de encarcelar a todo aquel que
creyera en el Señor, pero que después de caer en tierra y levantarse, fue a las
sinagogas a proclamar que Jesús es el Hijo de Dios. Una persona así tenía que
estar loca o, de lo contrario, debía haber recibido una revelación. Pablo no
estaba loco, sino que verdaderamente había recibido una revelación. En
realidad, él había encontrado al Único entre millones de hombres que es el Hijo
de Dios. Al igual que Pablo, ustedes también han conocido a este Hombre único,
a Aquel que es el Hijo de Dios. Si percibimos cuán importante y maravilloso es
este descubrimiento, ciertamente testificaremos inmediatamente:
―¡He encontrado
al Hijo de Dios!‖. Ciertamente proclamaremos con voz alta: ―¡Jesús es el Hijo de Dios!‖. ¿Cómo podría alguno permanecer impasible después de haber creído y
ser salvo? ¿Cómo actuar como si nada hubiera pasado? Si alguien que cree en el
Señor Jesús permanece impasible y considera que este hecho no reviste mayor
importancia, ciertamente tendremos que poner en tela de juicio que tal persona
haya verdaderamente creído en el Señor. Este es un hecho grandioso,
maravilloso, extraordinario, especial y que supera toda imaginación: ¡Jesús de
Nazaret es el Hijo de Dios! ¡Este es un hecho de suma importancia! Así pues, no
es una exageración que alguien despierte a sus amigos pasada la medianoche sólo
para contarles que ha hecho un gran descubrimiento. Una cosa maravillosa ha
acontecido en el universo: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!
He aquí, pues, un
hombre que apenas se había recobrado de su enfermedad; acababa de recobrar la
vista y lo vemos que inmediatamente corre a las sinagogas a fin de proclamar
que ―¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!‖. Todo creyente que
ha visto lo mismo debe ir a las sinagogas y gritar:
―¡Jesús de Nazaret es el
Hijo de Dios!‖. Cada vez que consideramos que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios,
sentimos que este es el más grande descubrimiento en todo el mundo. Ningún
descubrimiento puede ser más maravilloso y crucial que este. ¡Qué gran
acontecimiento es llegar a saber que este hombre es el Hijo de Dios! De hecho,
cuando Pedro le dijo al Señor: ―Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente‖, el Señor le respondió diciendo: ―No te lo reveló carne ni sangre,
sino Mi Padre que está en los cielos‖ (Mt. 16:16-17).
Cuando Jesús estuvo encubierto entre nosotros, nadie lo conoció excepto
aquellos que recibieron tal revelación de parte del Padre.
Hermanos y
hermanas, nunca piensen que nuestra fe es algo insignificante. Debemos darnos
cuenta de que nuestra fe es algo maravilloso. Saulo tenía que proclamar esto en
las sinagogas porque sabía que el descubrimiento que había hecho era
maravilloso en extremo. Nosotros también haremos lo mismo, si nos damos cuenta
de cuán maravilloso es lo que hemos visto. ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de
Dios! Este es un hecho muy maravilloso y glorioso.
D. Contacto
personal
No sólo debemos ir a la ciudad, a nuestro hogar y a las sinagogas a
dar testimonio ante los demás de nuestra fe en el Señor, sino que, además,
debemos dar testimonio de una manera muy específica y concreta: debemos
conducir a otros al Señor por medio de un contacto personal. Tal es el
testimonio que vemos en Juan 1:40-45.
Andrés creyó e inmediatamente condujo a su
hermano Pedro al Señor. Si bien Pedro manifestó después más dones que Andrés,
fue este último quien lo trajo al Señor. Felipe y Natanael eran amigos. Felipe
creyó primero y luego llevó a su amigo a recibir al Señor. Andrés llevó a su
hermano al Señor, y Felipe trajo a su amigo. Estos son ejemplos de cómo podemos
conducir a los demás a la salvación por medio de un contacto personal.
Hace
aproximadamente cien años, hubo un creyente llamado Harvey Page. A pesar de que
él no tenía ningún don especial, ni sabía cómo llevar el evangelio a las
multitudes, el Señor tuvo misericordia de él y le permitió entender que podía
llevar por lo menos a una persona al Señor. Él no podía realizar grandes obras,
pero sí podía concentrar su atención en una persona. Todo lo que él hacía era
decir: ―Yo soy salvo y usted también necesita ser salvo‖.
Una vez que empezaba a predicarle el evangelio a alguien, no dejaba
de interceder por él ni cejaba en su empeño hasta que este era salvo. Por haber
puesto esto en práctica, cuando llegó el momento de su muerte, él había ganado
a más de cien personas para el Señor.
En un país había
cierto creyente llamado Todd, quien tenía la habilidad de conducir a las
personas a la salvación. Él fue salvo a la edad de dieciséis años. Mientras
visitaba una aldea en un día festivo, se hospedó en casa de una pareja de
ancianos. Estos hermanos, obreros de mucha experiencia en la iglesia, lo
guiaron al Señor. Este joven había vivido una vida desordenada, pero ese día se
arrodilló a orar y fue salvo. En el transcurso de la conversación, este joven
se enteró que el evangelio no se propagaba de manera prevaleciente en aquella
región a causa de un hombre apellidado Dickens, quien rehusaba a arrepentirse.
Cuando Todd escuchó esto preguntó quién era este señor Dickens, y le dijeron
que este hombre era un soldado retirado, de más de sesenta años de edad. Él
tenía una escopeta y había jurado disparar a quien viniera a predicarle el
evangelio, porque pensaba que los creyentes eran hipócritas, y así los llamaba.
Cada vez que se encontraba con uno, respondía de una manera violenta. Ningún
creyente se atrevía a predicarle el evangelio, no se atrevían ni siquiera a
pasar por la calle donde él vivía. Si algún cristiano pasaba por su calle lo
maldecía vehementemente. Al escuchar esto, Todd oró: ―¡Oh Señor, hoy he
recibido Tu gracia. Me salvaste. Debo ir a testificar de este hecho al señor
Dickens‖. Aun antes de acabar su té dijo:
―Iré‖. Él acababa
de ser salvo, hacía menos de dos horas; sin embargo, deseaba dar testimonio al
señor Dickens. La pareja de ancianos le aconsejó diciendo: ―No vayas. Muchos de
nosotros hemos fracasado. Ha perseguido a algunos con una vara, y otros se
escaparon corriendo cuando los amenazó con su escopeta. Ha golpeado a muchas
personas, mas no lo hemos querido llevar al tribunal por causa de nuestro testimonio. Pero creo
que esto lo ha hecho aún más atrevido‖. Todd dijo:
―Siento que debo ir‖.
Cuando tocó la
puerta del señor Dickens, este salió a recibirlo con un garrote en la mano y le
preguntó: ―¿Qué desea, joven?‖. Todd le respondió: ―¿Me
permite hablar con usted?‖. El hombre consintió y le permitió entrar a la casa. Una vez adentro,
Todd le dijo: ―Quiero que reciba al Señor Jesús como su Salvador‖. El señor Dickens, blandiendo el garrote, dijo: ―Supongo que usted es
nuevo aquí, así que lo dejaré ir sin golpearlo. ¿No has oído que a nadie le
permito mencionar el nombre de Jesús en esta casa? ¡Salga! ¡Salga de inmediato!‖. Todd volvió a insistir:
―Quiero que usted crea en Jesús‖. El señor Dickens se puso furioso y subió al segundo piso a traer su
escopeta. Cuando bajó blandiendo el arma, le gritó: ―¡Salga o disparo!‖. Todd contestó: ―Le pido que crea en el Señor Jesús. Si quiere
disparar, hágalo, pero antes de que dispare, permítame orar‖. Inmediatamente se arrodilló ante al señor Dickens y oró: ―¡Oh, Dios!
Este hombre no te conoce. ¡Por favor, sálvalo!‖. Entonces
oró de nuevo: ―¡Oh, Dios! Este hombre no te conoce. ¡Por favor, ten
misericordia de él! ¡Ten misericordia del señor Dickens!‖. Todd permaneció arrodillado y rehusó levantarse. Continuó orando:
―¡Oh, Dios! ¡Por favor, ten misericordia del señor Dickens! ¡Por favor, ten
misericordia del señor Dickens!‖. Después de orar cinco o seis
veces, escuchó un gemido cerca.
Un poco después, oyó que el señor Dickens había
soltado la escopeta, y que luego se había arrodillado junto a él para orar:
―¡Oh, Dios! ¡Por favor, ten misericordia de mí!‖. En
cuestión de minutos, aquel hombre aceptó al Señor. Tomó al joven de la mano y
dijo: ―Antes sólo había escuchado el evangelio; hoy he podido verlo‖. Más tarde, el joven contaba: ―La primera vez que vi su rostro, era
verdaderamente un rostro de pecado; cada arruga reflejaba el pecado y la
maldad. Pero después de recibir al Señor, la luz brillaba en su rostro surcado
de arrugas, el cual parecía decir: ‗Dios ha sido misericordioso para conmigo‘‖. El señor Dickens fue a la iglesia el siguiente domingo, y
posteriormente llevó a decenas de personas a la salvación.
Podemos ver aquí
cómo Todd, dos horas después de haber sido salvo, pudo guiar al Señor a una
persona que era considerada un caso imposible. Cuanto más pronto un nuevo
creyente testifique, mejor. En lo que se refiere a conducir a otros al Señor no
debemos perder el tiempo.
III. LA IMPORTANCIA
DE DAR TESTIMONIO
A. Nos da un gran
gozo
Los dos días más
felices en la vida de un creyente son el día en que creyó en el Señor y el día
en que por primera vez condujo a alguien a Cristo. El primero es un día de
inmenso regocijo. Sin embargo, el gozo de conducir una persona por primera vez
al Señor, es quizás mayor que el gozo que experimentamos cuandonosotros somos salvos. Muchos cristianos no tienen mucho gozo porque
nunca han dado testimonio del Señor, ni guiado a alguien al Señor.
B. Debemos aprender
a ser sabios
Proverbios 11:30
dice: ―El que gana almas es sabio‖. Desde el inicio
de nuestra vida cristiana, debemos aprender a ganar almas valiéndonos de
diversos medios; esto nos hará útiles para la vida de iglesia. No estoy
hablando de dar mensajes desde el púlpito. Este tipo de predicación jamás podrá
reemplazar la labor personal de guiar a los demás al Señor. Es probable que una
persona que sólo sabe cómo predicar el evangelio desde una plataforma, no sepa
cómo conducir a un individuo al Señor. Así pues, no estamos exhortándolos a
predicar desde el púlpito, sino a conducir a las personas a su salvación.
Muchos tienen la habilidad de predicar, mas no saben conducir a las personas a
que sean salvas, y no saben qué hacer cuando las personas acuden a ellos
individualmente. Tales personas no son muy útiles. Las personas verdaderamente
útiles son aquellas que pueden guiar a las personas a Cristo, una por una.
C. Engendrar vida
Ningún árbol
brotará a menos que lo haga en virtud de su propio crecimiento. Asimismo, nadie
puede tener la vida de Dios sin que él mismo engendre más vida. Aquellas
personas que jamás testifican a los pecadores, probablemente necesitan que
otros les testifican a ellos. Aquellas personas que no manifiestan deseo o
interés alguno en llevar a otros al arrepentimiento, probablemente necesitan
arrepentirse ellas mismas. Y los que permanecen callados cuando debieran dar
testimonio del Señor ante los demás, probablemente necesiten escuchar
nuevamente la voz del evangelio de Dios. Nadie puede ser tan avanzado que ya no
necesita conducir a otros a que sean salvos. Nadie puede avanzar al nivel en
que no necesita dar más testimonio ante los demás. Es necesario que todo nuevo
creyente aprenda a dar testimonio a los demás desde el inicio mismo de su vida
cristiana. Esto es algo que todos debemos hacer por el resto de nuestros días.
Cuando hayamos
avanzado un poco en las cosas que atañen a nuestra vida espiritual, es probable
que algunos nos digan: ―Ahora debes ser un canal lleno de agua viva. Tienes que
llegar a ser uno con el Espíritu Santo a fin de que el agua viva, es decir, el
Espíritu Santo, pueda fluir en tu interior‖. Sin embargo, no
debemos olvidarnos que un canal tiene dos extremos. Este canal del Espíritu
Santo, este canal de vida, es también un canal con dos extremos. Un extremo
debe estar orientado hacia el Espíritu Santo, hacia la vida divina, hacia el
Señor, mientras que el otro extremo debe estar dirigido hacia los hombres. El
agua viva no podrá fluir si el otro extremo no está abierto hacia los hombres.
No hay error más grande que suponer que es suficiente con estar abiertos al
Señor para que el agua viva fluya.
El agua de vida no fluye por medio de los que sólo
están abiertos al Señor. Un extremo debe estar abierto al Señor, y el otro
tiene que estar abierto a los hombres. El agua viva fluirá únicamente cuando
los dos extremos estén abiertos. Son muchos los que carecen de poder delante de
Dios, debido a que el extremo hacia al Señor no está abierto. Pero son muchos
más los que carecen de poder debido a que el extremo que debe dar testimonio
ante los demás y conducirlos a Cristo no está abierto.
D. Experimentar la
desdicha de la separación eterna
Hay mucha gente que
todavía no ha escuchado el evangelio porque ustedes todavía no les han dado
testimonio. La consecuencia de esto es la separación eterna: tales personas no
solamente sufrirán un alejamiento temporal, sino que serán eternamente
separadas de Dios. Este es un asunto sumamente crucial. En cierta ocasión, un
hermano fue invitado a cenar a casa de otra persona.
Puesto que se trataba de
un hermano bastante instruido y elocuente, durante la cena habló mucho sobre
diversos temas intelectuales. A dicha cena también había sido invitado un
vecino de edad avanzada, el cual no era creyente pero que al igual que el
hermano invitado, era una persona muy culta. Así pues, ambos sostuvieron una
larga conversación sobre temas intelectuales. Como se había hecho tarde, el
anfitrión les invitó a pasar la noche allí y les asignó habitaciones que se
encontraban una frente a la otra.
No llevaban mucho tiempo en sus habitaciones
cuando nuestro hermano escuchó que alguien se desplomaba al piso. Al acudir
allí, vio que su amigo yacía muerto en el suelo. Mientras los demás acudían
presurosos a la escena, nuestro hermano se lamentaba diciendo: ―Si hubiese
sabido que algo así había de suceder ¡no hubiese hablado con él de los asuntos
triviales como los que estuvimos hablando hace un par de horas! Más bien, le
habría hablado sobre cuestiones eternas.
No dediqué ni siquiera cinco minutos
para hablarle sobre la salvación. No le di oportunidad alguna de ser salvo. Si
hubiese sabido lo que ahora sé, me habría esforzado por decirle que el Señor
murió por él. Pero ¡ahora es demasiado tarde! Si mientras cenábamos le hubiese
hablado de estas cosas, probablemente ustedes se habrían burlado de mí por
hablar de estos asuntos en tales momentos, pero ahora es demasiado tarde para
mi amigo. Espero que me escuchen ahora: ¡Todos necesitan creer en el Señor
Jesús y en Su cruz!‖. Hay una separación eterna, y esta separación no es un mero
alejamiento temporal. ¡Qué tragedia! Una vez que se pierde la oportunidad, ¡un
hombre estará eternamente separado de los cielos! Tenemos que aprovechar toda
oportunidad que se nos presente para dar testimonio a los demás.
D. L. Moody era muy
hábil cuando se trataba de conducir a otros a su salvación. Él se había
propuesto predicar el evangelio a por lo menos una persona todos los días, aun cuando predicase desde el púlpito ese día. En cierta ocasión,
después de acostarse, se acordó que ese día todavía no había predicado el
evangelio. ¿Qué debería hacer? Se volvió a vestir y salió de nuevo a buscar a
alguien a quien le pudiese hablar. Cuando miró el reloj, se dio cuenta de que
ya era medianoche y las calles estaban desiertas.
¿Dónde podría encontrar a
alguien a esa hora? La única persona que encontró con quien hablar fue un
policía que se encontraba de servicio. ―Usted tiene que creer en el Señor‖, le dijo. El policía, que estaba de mal humor en ese momento,
enfadadamente le contestó diciéndole: ―¿No tiene usted nada mejor que hacer que
tratar de convencerme de creer en Jesús a la medianoche?‖. Después de compartir unas breves palabras con él, Moody regresó a
casa, pero el policía fue conmovido por lo que Moody le dijo. Días más tarde el
policía fue a visitar a Moody y fue salvo.
Uno debe tomar la
determinación de guiar a los demás al Señor inmediatamente después de haber
creído. Todos debemos hacer una lista con los nombres de las personas que quisiéramos
que fuesen salvas durante ese año. Si nos hemos propuesto cooperar en la
salvación de diez o veinte personas ese año, entonces debemos empezar a orar
por ellas. No basta con orar de manera general. No debemos decir: ―Oh Señor,
por favor, salva a los pecadores‖. Esta clase de
oración es demasiado general.
Debemos tener una meta específica. Si queremos
que diez sean salvos oremos por diez, y si deseamos que veinte sean salvos,
oremos por los veinte. Preparen un libro en el que puedan escribir los nombres
de los que son ganados a Cristo por medio de usted. Si gana uno escríbalo, así
llevará cuenta de los que han sido ganados para el Señor. Al finalizar el año,
después de contar los que fueron salvos y los que todavía no lo son, siga
orando por los que todavía no han recibido la salvación. Todo hermano y hermana
debe poner esto en práctica. No es exagerado ganar treinta o cincuenta almas
por año; diez o veinte es lo normal. Al orar, debemos pedirle al Señor por un
número específico.
El Señor desea escuchar oraciones específicas. Debemos orar
diariamente y aprovechar toda oportunidad que se nos presente para dar
testimonio. Si todos predicamos el evangelio y guiamos a otras personas al
Señor, nuestra vida espiritual progresará rápidamente en pocos años.
Tenemos que
enarbolar la antorcha del evangelio para que ella alumbre a todos los que nos
rodean.
¡Esperamos que todo creyente salga a encender a otros! Es necesario que
nosotros proclamemos el testimonio del evangelio hasta que el Señor regrese.
Nosotros mismos no debemos estar encendidos sin encender a otros. Debemos
encender más y más velas. Todos los días vemos almas que necesitan la
salvación. Tenemos que esforzarnos por darles testimonio y conducirlos a
Cristo.
Por COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO usado con permiso de W.N. Ministries
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