LA ALABANZA
Lectura bíblica: Sal. 22:3;
50:23; 106:12, 47; 146:2; He. 13:15
La alabanza constituye la
labor más sublime que los hijos de Dios puedan llevar a cabo. Se puede decir
que la expresión más sublime de la vida espiritual de un santo es su alabanza a
Dios. El trono de Dios ocupa la posición más alta en el universo; sin embargo, Él está
“sentado en el trono / Entre las alabanzas de Israel” (Sal. 22:3). El nombre de
Dios, e incluso Dios mismo, es exaltado por medio de la alabanza.
David expresó en un salmo
que él oraba a Dios tres veces al día (55:17). Pero en otro salmo, él dijo que
alababa a Dios siete veces al día (119:164). Fue por inspiración del Espíritu
Santo que David reconoció la importancia de la alabanza. Él oraba tres veces al
día, pero alababa siete veces al día. Además, él designó a algunos levitas para
que tocaran salterios y arpas a fin de exaltar, agradecer y alabar a Jehová
delante del arca del pacto (1 Cr. 16:4-6). Cuando Salomón concluyó con la
edificación del templo de Jehová, los sacerdotes llevaron el arca del pacto al
interior del Lugar Santísimo. Al salir los sacerdotes del Lugar Santo, los
levitas situados junto al altar tocaban trompetas y cantaban, acompañados de
címbalos, salterios y arpas. Todos juntos entonaban cantos de alabanza a
Jehová. Fue en ese preciso momento que la gloria de Jehová llenó Su casa (2 Cr.
5:12-14). Tanto David como Salomón fueron personas que conmovieron el corazón
de Jehová al ofrecerle sacrificios de alabanza que fueron de Su agrado. Jehová
está sentado en el trono entre las alabanzas de Israel. Nosotros debemos alabar
al Señor toda nuestra vida. Debemos entonar cantos de alabanza a nuestro Dios.
I. EL SACRIFICIO DE ALABANZA
La Biblia presta mucha
atención a la alabanza. El tema de la alabanza se menciona con frecuencia en
las Escrituras. Salmos, en particular, es un libro en el que abundan las
alabanzas. De hecho, en el Antiguo Testamento, el libro de Salmos es un libro
de alabanza. Así pues, muchas alabanzas son citas tomadas del libro de Salmos.
Sin embargo, el libro de
Salmos contiene no sólo capítulos dedicados a la alabanza, sino también
capítulos que hacen referencia a diversos sufrimientos. Dios desea mostrar a Su
pueblo que aquellos que le alaban son los mismos que fueron guiados a través de
diversas tribulaciones y cuyos sentimientos fueron lastimados. Estos salmos nos
muestran hombres que fueron guiados por Dios a través de las sombras de la
oscuridad; hombres que fueron despreciados, difamados y perseguidos. “Todas Tus
ondas y Tus olas / Pasan sobre mí” (42:7). No obstante, fue en tal clase de
personas en quienes el Señor pudo perfeccionar la alabanza. Las expresiones de
alabanza no siempre proceden de aquellos que no tienen problemas, sino que
proceden mucho más de aquellos que reciben disciplina y son probados. En los
salmos podemos detectar tanto los sentimientos más lastimeros como las
alabanzas más sublimes. Dios echa mano de muchas penurias, dificultades e
injurias, a fin de crear alabanzas en Su
pueblo. El Señor hace que, a
través de las circunstancias difíciles, ellos aprendan a ser personas que
alaban en Su presencia.
La alabanza más entusiasta
no siempre procede de las personas que están más contentas. Con frecuencia,
tales alabanzas surgen de personas que atraviesan por las circunstancias más
difíciles. Este tipo de alabanza es sumamente agradable al Señor y recibe Su bendición.
Dios no desea que los hombres le alaben sólo cuando se encuentren en la cima
contemplando Canaán, la tierra prometida; más bien, Dios anhela que Su pueblo
le componga salmos y le alabe, aun cuando anden “en valle de sombra de muerte”
(23:4). En esto consiste la auténtica alabanza.
Esto nos muestra la
naturaleza que Dios le atribuye a la alabanza. La alabanza es, por naturaleza,
una ofrenda, un sacrificio. En otras palabras, la alabanza proviene del dolor y
de los sufrimientos. Hebreos 13:15 dice: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios,
por medio de El, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que
confiesan Su nombre”. ¿En qué consiste un sacrificio? Un sacrificio es una
ofrenda, y una ofrenda implica muerte y pérdida. El que presente una ofrenda
debe sufrir alguna pérdida. Toda ofrenda, o sacrificio, deberá ser entregada.
Tal entrega implica sufrir pérdida. El buey o el cordero que usted ofreció, le
pertenecían; pero cuando usted los entregó, cuando los elevó en calidad de
ofrenda, los sacrificó. El hecho de ofrecer algo no indica que habrá ganancia;
más bien, significa que se sufrirá una pérdida. Cuando una persona ofrece su
alabanza, ella pierde algo; ella está ofreciendo un sacrificio a Dios. En otras
palabras, Dios inflige heridas; Él quebranta y hiere a la persona, pero, a su
vez, dicha persona se vuelve a Él ofreciéndole alabanzas. La alabanza ofrecida
a Dios a costa de algún sufrimiento constituye una ofrenda. Dios desea que el
hombre le alabe de esta manera; Él desea ser entronizado por esta clase de
alabanza. ¿Cómo obtendrá Dios Su alabanza? Dios desea que Sus hijos le alaben
en medio de sus sufrimientos. No debiéramos alabar a Dios sólo cuando hemos
recibido algún beneficio. Si bien la alabanza que se ofrece por haber recibido
un beneficio sigue siendo una alabanza, no puede considerarse una ofrenda. Una
ofrenda, en principio, está basada en el sufrimiento de alguna pérdida. Así
pues, el elemento de pérdida está implícito en toda ofrenda. Dios desea que le
alabemos en medio de tales pérdidas. Esto constituye una verdadera ofrenda.
No sólo debemos ofrecer
oraciones a Dios, sino que es menester que aprendamos a alabarle. Es necesario
que desde el inicio de nuestra vida cristiana entendamos cuál es el significado
de la alabanza. Debemos alabar a Dios incesantemente. David recibió gracia de
Dios para alabarle siete veces al día. Alabar a Dios cada día es un buen
ejercicio, una muy buena lección y una excelente práctica espiritual. Debemos
aprender a alabarle al levantarnos de
madrugada, al enfrentar
algún problema, al estar en una reunión o al estar a solas. Debemos alabar a
Dios al menos siete veces al día; no dejemos que David nos supere al respecto.
Si no aprendemos a alabar a Dios cada día, difícilmente participaremos del
sacrificio de alabanza al cual se refiere Hebreos 13.
A medida que desarrollemos
el hábito de la alabanza, tendremos días en los que nos será imposible reunir
las fuerzas necesarias para alabar. Puede que hoy, ayer y anteayer hayamos
alabado a Dios siete veces al día, y que le hayamos alabado con la misma
constancia la semana pasada o el mes anterior. Pero llega el día en que
simplemente nos es imposible proferir alguna alabanza. Son días en los que a
uno lo agobia el dolor, la oscuridad total o los problemas más graves. En tales
días, uno es víctima de malentendidos y calumnias, y se encuentra tan agobiado
que, incluso derrama lágrimas de auto compasión. ¿Cómo es posible que en tales
días podamos alabar a Dios? Es imposible alabarlo debido a que uno se siente
herido, dolido y atribulado. Uno siente que la respuesta más obvia no consiste
en alabar, sino en lamentarse. Se siente que lo más normal sería murmurar en
lugar de dar gracias, y no hay deseos de alabar ni se piensa en hacerlo. Al
tomar en cuenta las circunstancias y el estado en que uno se encuentra,
pensamos que alabar no es lo más apropiado. En ese preciso instante deberíamos
recordar que el trono de Jehová permanece inmutable, que Su nombre no ha
cambiado y que Su gloria no ha mermado. Uno debe alabarlo simplemente por el
hecho de que Él es digno de ser alabado. Uno debe bendecirlo por la sencilla
razón de que Él merece toda bendición. Aunque uno esté agobiado por las
dificultades, Él sigue siendo digno de alabanza; entonces, a pesar de estar
angustiados, somos llevados a alabarlo. En ese momento, nuestra alabanza viene
a ser un sacrificio de alabanza. Esta alabanza equivale a sacrificar nuestro
becerro gordo. Equivale a poner lo que más amamos, nuestro Isaac, en el altar.
Así, al alabar con lágrimas en los ojos, elevamos a Dios lo que constituye un
sacrificio de alabanza. ¿En qué consiste una ofrenda? Una ofrenda implica
heridas, muerte, pérdida y sacrificio. En presencia de Dios, uno ha sido herido
y sacrificado. Delante de Dios, uno ha sufrido pérdida y ha muerto. Sin
embargo, uno reconoce que el trono de Dios permanece firme en los cielos y no
puede ser conmovido; entonces, uno no puede dejar de alabar a Dios. En esto
consiste el sacrificio de alabanza. Dios desea que Sus hijos le alaben en todo
orden de cosas y en medio de cualquier circunstancia.
II. ALABANZA Y VICTORIA
Hemos visto que nuestra
alabanza representa un sacrificio, pero implica mucho más. Debemos ver que la
alabanza es la manera de superar los ataques espirituales. Son muchos los que
saben que Satanás teme a las oraciones que hacen los hijos de Dios; Satanás
huye cuando los hijos de Dios doblan sus
rodillas para orar. Por esta
causa él los ataca con frecuencia para impedirles que oren. Si bien esto sucede
con frecuencia, quisiéramos hacer notar otro hecho: los ataques más serios de
Satanás no están orientados a detener las oraciones; sus ataques más feroces
están dirigidos a impedir las alabanzas. No queremos decir que Satanás no se
esfuerce por impedir las oraciones, pues sabemos que en cuanto un cristiano
comienza a orar, es atacado por Satanás. A muchos nos resulta fácil entablar
una conversación con otras personas pero, en cuanto comenzamos a orar, Satanás
interviene ocasionando impedimentos a la oración. Él es quien nos hace sentir
que es difícil orar. Si bien esto es cierto, Satanás no solamente procura
impedir las oraciones de los hijos de Dios, sino también sus alabanzas. Su meta
suprema consiste en impedir que Dios sea alabado. La oración es una batalla,
pero la alabanza es una victoria. La oración representa guerra espiritual, pero
la alabanza constituye victoria espiritual. Siempre que alabamos, Satanás huye;
por eso, él detesta nuestras alabanzas. Él hará uso de todos sus recursos a fin
de impedir que alabemos a Dios. Los hijos de Dios son insensatos si cesan de
alabar a Dios cuando enfrentan adversidades y se sienten oprimidos. Pero a
medida que conocen mejor a Dios, descubrirán que aún una celda en Filipos puede
ser un lugar para entonar cánticos (Hch. 16:25). Pablo y Silas alababan a Dios
desde su celda. Sus alabanzas causaron que se abrieran todas las puertas de la
cárcel en la cual se encontraban.
Hechos menciona dos
instancias en que las puertas de la cárcel fueron abiertas. En una ocasión
fueron abiertas a Pedro y en otra a Pablo. En el caso de Pedro, la iglesia
oraba fervientemente por él, cuando un ángel le abrió las puertas de la prisión
en que estaba y lo liberó (12:3-12). En el caso de Pablo, él y Silas estaban
cantando himnos de alabanza a Dios cuando todas las puertas se abrieron y las
cadenas fueron rotas. En ese día, el carcelero creyó en el Señor, y toda su
casa fue salva en medio de gran júbilo (16:19-34). Pablo y Silas ofrecieron
sacrificio de alabanza cuando estaban en la cárcel. Sus heridas aún no habían
sido curadas, su dolor no había sido mitigado, sus pies seguían sujetos al cepo
y estaban confinados a un calabozo del Imperio Romano. ¿Qué motivo había para
sentirse gozosos? ¿Qué razón había para sentirse inspirados a cantar? Sin
embargo, en ese calabozo se encontraban dos personas de espíritus
transcendentes, que lo habían superado todo. Ellos entendían que Dios aún
estaba sentado en los cielos y permanecía inmutable. Si bien era posible que
ellos mismos cambiaran, que su entorno mudara, que sus sentimientos fluctuaran
y que sus cuerpos sintieran dolor, aun así Dios permanecía sentado en el trono.
Él seguía siendo digno de recibir alabanza. Nuestros hermanos, Pablo y Silas,
estaban orando, cantando y alabando a Dios. Esta clase de alabanza, que se
produce como resultado del dolor y la aflicción, constituye un sacrificio de
alabanza. Tal alabanza constituye una victoria.
Al orar, todavía estamos
inmersos en nuestra situación. Pero al alabar, nos remontamos por encima de
nuestras circunstancias. Mientras uno ora y ruega, todavía sigue atado a sus
problemas; no logra librarse de ellos. Inclusive, cuanto más súplicas elevamos,
más maniatados y oprimidos nos sentimos. Pero si Dios nos lleva a remontarnos
por encima de la cárcel, las cadenas, las dolorosas heridas del cuerpo, los
sufrimientos y la pena, entonces ofreceremos alabanzas a Su nombre. Pablo y
Silas estaban entonando himnos; ellos cantaban alabanzas a Dios. Dios los llevó
a un punto en que la cárcel, la pena y el dolor dejaron de ser un problema para
ellos. Así que, ellos podían alabar a Dios. Al alabarle así, las puertas de la
prisión se abrieron, las cadenas se soltaron y aun el carcelero fue salvo.
En muchas ocasiones, la
alabanza es eficaz cuando la oración no ha dado resultado. Este es un principio
fundamental. Si usted no puede orar, ¿por qué no alabar? Después de todo, el
Señor ha puesto en nuestras manos este otro recurso a fin de darnos la victoria
y permitir que nos gloriemos triunfalmente. Cuando le falten fuerzas para orar
y su espíritu se sienta muy oprimido, lastimado o decaído, alabe a Dios. Si no
puede orar, trate de alabar. Siempre pensamos que se debe orar cuando la carga
es abrumadora, y que debemos alabar cuando ella ha sido quitada de nuestros
hombros. Sin embargo, le ruego que tome en cuenta que a veces la carga es tan
pesada que uno es incapaz de orar. Es en ese momento que usted debe alabar. No
es que alabemos a Dios porque no tengamos ninguna carga sobre nuestros hombros;
más bien, le alabamos debido a que las cargas nos abruman sobremanera. Si se
enfrenta a situaciones y problemas extraordinarios, se encuentra perplejo y
siente que se desmorona, tan solo recuerde una cosa: “¿Por qué no alabar?”. He
aquí una brillante oportunidad, si ofrece una alabanza en ese momento, el
Espíritu de Dios habrá de operar en usted, abrirá todas las puertas y romperá
todas las cadenas.
Debemos aprender a cultivar
este espíritu elevado, un espíritu que vence cualquier ataque. Puede ser que la
oración no siempre nos conduzca al trono, pero con seguridad la alabanza nos
llevará ante el trono en todo momento. Es posible que por medio de la oración
no siempre logremos vencer, pero la alabanza nunca falla. Los hijos de Dios
deben abrir sus bocas para alabar al Señor, no sólo cuando se encuentren libres
de problemas, aflicciones, sufrimientos y dificultades, sino aún más cuando se
vean en tales problemas y aflicciones. Cuando alguien que se encuentra en tales
situaciones yergue su cabeza para decir: “Señor, te alabo”, puede que sus ojos
estén llenos de lagrimas, pero su boca rebosará de alabanzas. Es posible que su
corazón esté angustiado; no obstante, su espíritu seguirá alabando. Su espíritu
se remontará tan alto como se eleve su alabanza; él mismo ascenderá junto con
sus alabanzas. Aquellos que murmuran son insensatos. Cuanto más murmuran, más
quedan
sepultados bajo sus propias
murmuraciones. Mientras más se quejan, más se hunden en sus propias
lamentaciones. Cuanto más se dejan vencer por sus problemas, más desalentados
se encuentran. Muchos parecen ser un poco más osados y oran cuando se ven en
problemas. Se esfuerzan y luchan por superar sus problemas. A pesar de sentirse
agobiados por sus circunstancias y aflicciones, no están dispuestos a ser
sepultados por ellas y tratan de escapar por medio de la oración; y con
frecuencia logran su liberación. Pero también sucede que a veces sus oraciones
no hacen ningún efecto. Nada parece ser capaz de libertarlos, hasta que
empiezan a alabar. Deben elevar en calidad de ofrenda el sacrificio de
alabanza. Es decir, deben considerar la alabanza como un sacrificio que se
eleva a Dios. Si se colocan en una posición tan ventajosa como esa, de
inmediato superarán cualquier dificultad y no habrá problema que pueda
abrumarlos. A veces, usted sentirá que algo lo oprime; sin embargo, tan pronto
empiece a alabar, saldrá de su depresión.
Leamos 2 Crónicas 20:20-22:
“Se levantaron por la mañana y salieron al desierto de Tecoa. Y mientras ellos
salían, Josafat, estando en pie, dijo: Oídme, Judá y moradores de Jerusalén.
Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a Sus profetas, y
seréis prosperados. Y habiendo consultado con el pueblo, puso a algunos que
cantasen a Jehová y que alabasen, en vestiduras santas, mientras salía delante
del ejército, y que dijesen: Dad gracias a Jehová, porque Su benignidad es para
siempre. Y cuando comenzaron a entonar cantos y alabanzas, Jehová puso
emboscadas contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir, que venían
contra Judá, y fueron derribados”. Esta es la descripción de una batalla. En la
época en que gobernaba Josafat, la nación de Judá estaba a punto de ser
extinguida; se encontraba en un estado de debilidad y caos. Los moabitas, los
amonitas y los del monte de Seir se habían propuesto invadir el territorio de
Judá. La nación de Judá estaba sobrecogida por una desesperación total; su
derrota era inminente. Josafat era un rey que había sido reavivado por Dios y
le temía. Por supuesto, ninguno de los reyes de Judá había sido perfecto; sin
embargo, Josafat era una persona que buscaba a Dios. Él exhortó a la nación de
Judá a confiar en Dios. ¿Qué fue lo que hizo? Él designó cantores para que
entonaran alabanzas a Jehová. También, les pidió que alabasen en vestiduras
santas y que salieran delante del ejército, diciendo: “Dad gracias a Jehová,
porque Su benignidad es para siempre”. Por favor, ponga atención a las palabras
“y cuando comenzaron”, que aparecen a continuación en el versículo 22, las
cuales son muy preciosas. “Y cuando comenzaron a entonar cantos y alabanzas,
Jehová puso emboscadas contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir”.
Y cuando comenzaron quiere decir en ese preciso momento. Cuando todos cantaban
alabanzas a Jehová, Él respondió derribando a los amonitas, moabitas y a los
del monte de Seir. No hay nada que haga mover tan rápidamente la mano del Señor
como la alabanza. La oración no es la manera más rápida de hacer que la mano
del Señor se mueva, sino la alabanza.
Les ruego que no me
malinterpreten y lleguen a pensar que no debemos orar. Debemos orar todos los
días; sin embargo, hay muchas cosas que sólo podemos vencer por medio de la
alabanza.
Aquí vemos que la victoria
espiritual no depende de la batalla que libremos, sino de la alabanza que
elevemos a Dios. Debemos aprender a vencer a Satanás por medio de nuestras
alabanzas. No sólo vencemos a Satanás por medio de la oración, sino también por
medio de la alabanza. Muchas personas han tomado conciencia tanto de la
ferocidad de Satanás como de sus propias flaquezas, de modo que resuelven
luchar y orar. No obstante, aquí nos encontramos con un principio muy singular,
a saber: la victoria espiritual no la determina la oración, sino la alabanza.
Con frecuencia, los hijos de Dios caen en la tentación de llegar a pensar que
sus problemas son muy complicados y que, por tanto, deben encontrar la manera
de resolverlos. Así pues, concentran todos sus esfuerzos en buscar la manera de
superar tales problemas. Sin embargo, cuanto más se empeñan en tal búsqueda,
les resulta más difícil vencer. Al hacer esto, nos rebajamos al nivel de
Satanás. En tales casos, ambos intervienen en la batalla; desde un extremo
lucha Satanás, y nosotros nos encontramos en el extremo opuesto. Es difícil
lograr alguna victoria si estamos en tal posición. Pero 2 Crónicas 20 nos
muestra una escena muy diferente. En un extremo estaba el ejército, y en el
otro estaban aquellos que entonaban himnos, los cuales, o tenían mucha fe en
Dios o estaban locos. Gracias a Dios, nosotros no somos un pueblo desquiciado;
somos personas que tienen fe en Dios.
Son muchos los hijos de Dios
que padecen tribulaciones; ellos son probados con frecuencia. Cuando tales
tribulaciones llegan a ser muy severas y el combate arrecia, tales cristianos
se encuentran en una posición parecida a la de Josafat, pues no se vislumbra
solución alguna para sus problemas. Una de las fuerzas combatientes es muy
potente, y la otra demasiado endeble; no existe comparación entre ambas. Están
atrapados en un torbellino, pues sus problemas son tan serios que superan todas
sus capacidades. En esos momentos, es muy fácil que ellos se concentren en sus
problemas y fijen su mirada en sus propias dificultades. Cuanto más
tribulaciones padece una persona, más probabilidades tiene de dejarse agobiar
por sus problemas, lo cual se convierte en un período de prueba muy intenso.
Tal persona es sometida a la prueba más severa cuando se fija en ella misma o
en sus circunstancias; cuanto más pruebas una persona padece, más propensa es a
mirarse a sí misma o sus circunstancias. En cambio, aquellos que conocen a Dios
experimentan que, cuanto más pruebas padecen, más confían en Dios. Cuanto más
pruebas estas personas padecen, más aprenden a alabar. Así que, no debemos
mirarnos a nosotros mismos, sino que debemos aprender a fijar nuestros ojos en
el Señor. Debemos erguir nuestras cabezas y decirle al Señor: “¡Tú estás por
sobre todas las cosas; alabado seas!”. Las alabanzas más entusiastas, que
provienen del
corazón y que fluyen de
aquellos cuyos sentimientos han sido heridos, constituyen los sacrificios de
alabanza agradables y aceptables para Dios. Una vez que nuestro sacrificio de
alabanza asciende a Dios, el enemigo, Satanás, es vencido por medio de la
alabanza. El sacrificio de alabanza tiene mucha eficacia delante de Dios.
Permita que sus alabanzas más sublimes broten para Dios, y con toda certeza
será capaz de resistir y vencer al enemigo. Al alabar, ¡encontrará que el
camino a la victoria se abre delante de usted!
Los nuevos creyentes no
debieran pensar que necesitan muchos años para aprender a alabar. Al contrario,
debieran saber que pueden empezar a alabar inmediatamente. Cada vez que
enfrenten algún problema, deben orar pidiendo la misericordia necesaria para
detener sus propias manipulaciones y complots, así como deben aprender la
lección en cuanto a la alabanza. Se pueden ganar muchas batallas por medio de
la alabanza, y muchas se pierden debido a que nuestras alabanzas están
ausentes. Si uno cree en Dios, al enfrentar sus problemas podrá decirle: “¡Yo
alabo Tu nombre. Tú estás por encima de todas las cosas. Tú eres más fuerte que
todo. Tu benignidad es para siempre!”. Una persona que alaba a Dios supera
todas las cosas, vence constantemente en todo orden de cosas por medio de su
alabanza. Este es un principio y constituye, además, un hecho.
III. LA FE QUE GENERA LA
ALABANZA
Salmos 106:12 es una palabra
muy preciosa: “Entonces creyeron a Sus palabras / Y cantaron Su alabanza”. Tal
era la condición de los hijos de Israel cuando estuvieron en el desierto. Ellos
creyeron y cantaron; o sea, ellos creían, así que alababan. La alabanza
contiene un ingrediente fundamental: la fe. No se puede alabar únicamente de
labios para afuera; no se puede decir a la ligera: “¡Gracias Señor! ¡Te alabo
Señor!”. Uno tiene que tener fe; sólo podremos alabar después que hayamos
creído. Si uno enfrenta algún problema o se siente afligido, ora; y a medida
que ora, siente que la fe brota en su corazón. Es en ese momento que uno
empieza a alabar. Esta es la manera viviente, pero no debe ser realizada con
ligereza. Uno debe orar cuando le sobrevenga algún problema, pero tan pronto
reciba un poco de fe, tan pronto empiece a creer en Dios y en Su grandeza, en
Su poder, en Su compasión, en Su gloria y en la manifestación de Su gloria,
debe comenzar a alabar. Si la fe se ha despertado en uno, pero uno no
manifiesta enseguida la alabanza, pronto verá que su fe se desvanece. Decimos
esto basados en nuestra propia experiencia. En cuanto la fe brote en nuestro
ser, debemos alabar a Dios. Si no lo hacemos, después de cierto tiempo, nuestra
fe se desvanecerá. Quizás ahora tengamos fe, pero después de cierto tiempo, es
posible que tal fe se desvanezca. Por consiguiente, tenemos que aprender a
alabar. Tenemos que aprender a expresar nuestra alabanza. Tenemos que abrir
nuestras bocas y alabar. No basta con tener pensamientos de loor, sino que
tenemos que expresar
nuestras alabanzas de manera concreta y audible. Uno debe alabar a Dios en
medio de todos sus problemas y en la faz de Satanás, diciendo: “¡Oh Señor!
¡Alabado seas!”. Hágalo hasta que surja cierto sentir allí donde antes no existía
sentimiento alguno, y hágalo hasta que tal sentimiento, que empieza muy
débilmente, se haga más intenso y definido. Hágalo hasta que su fe, que al
comienzo era muy pequeña, sea plenamente perfeccionada.
Una vez que usted contemple
plenamente la gloria de Dios, usted podrá creer. Una vez que la gloria de Dios
impregne su espíritu, usted podrá alabarle. Debe llegar a comprender que Dios
está por encima de todas las cosas y que Él es digno de ser alabado. Cuando
usted alaba, Satanás huye. Hay ocasiones en las que tenemos que orar, pero
cuando nuestra oración nos lleve al punto en que obtenemos fe y certeza,
sabemos que el Señor ha respondido a nuestra oración y que nos corresponde
alabarle: “¡Señor! ¡Te doy gracias! ¡Te alabo! ¡Este asunto ya ha sido resuelto!”.
No espere a que el asunto haya sido efectivamente resuelto para comenzar a
alabar. Debemos alabar tan pronto hayamos creído. No esperemos a que el enemigo
se marche para empezar a cantar. ¡Debemos cantar para ahuyentarlo! Debemos
aprender a alabar por fe; cuando alabamos por fe, el enemigo será derrotado y
echado lejos. Tenemos que creer antes de poder alabar. Primero, creemos y
alabamos, y después experimentamos la victoria.
IV. LA OBEDIENCIA CONDUCE A
LA ALABANZA
Nuestros problemas pueden
clasificarse básicamente en dos categorías. La primera corresponde a los
problemas provocados por nuestro entorno y por los asuntos que nos ocupan. En
dicha categoría recae el problema que confrontaba Josafat. La alabanza
constituye la manera de vencer esta clase de circunstancias problemáticas. La
segunda categoría la conforman aquellas cosas que nos afectan de una manera
personal. Es probable que, por ejemplo, nos hayamos ofendido por causa de
ciertas palabras hirientes. Tal vez algunas personas nos ofendan o nos vituperen,
nos maltraten o nos contradigan, nos aborrezcan sin razón alguna o nos difamen
sin motivo alguno. Quizás tales acciones nos parezcan intolerables y nos sea
imposible olvidarlas. Estos problemas están relacionados con nuestra victoria
en un plano personal. Tal vez un hermano nos diga algo inapropiado o una
hermana nos trate mal y, quizás, nos resulte imposible superar tales cosas.
Entonces, todo nuestro ser lucha, se queja y gime por justicia. Probablemente
nos sea difícil perdonar y no podamos superar los sentimientos que nos
embargan. Quizás se haya cometido alguna injusticia en contra de nosotros, o
tal vez se nos haya calumniado u hostilizado, pero el caso es que nosotros no
podemos olvidarnos de ello. En tales ocasiones, la oración no sirve de mucho.
Uno desea luchar y arremeter en contra de ello, pero está maniatado; mientras
más trata de deshacerse de tal carga, más oprimido se
siente. Así, uno descubre lo
difícil que es vencer tales sentimientos. En tales momentos, les ruego tengan
en cuenta que el agravio o injusticia del cual son víctimas es demasiado grande
y, por ende, no es el momento para orar, sino para alabar. Uno debe inclinar su
cabeza y decirle al Señor: “Señor, gracias. Tú nunca te equivocas. Recibo de
Tus manos todas estas cosas. Deseo darte las gracias. ¡Alabado seas!”. Cuando
uno hace esto, todos sus problemas desaparecen. La victoria no tiene nada que
ver con luchar en contra de la carne, ni tiene relación alguna con el que
intentemos, por nuestros esfuerzos naturales, perdonar a otros o disculparlos.
La victoria se obtiene cuando uno inclina su cabeza y alaba al Señor diciendo:
“Alabado seas por Tus caminos. Lo que Tú dispones siempre es bueno. Lo que Tú
haces es perfecto”. Cuando alabe a Dios así, su espíritu se remontará por encima
de sus problemas; superará aun sus heridas más profundas. Si uno se siente
injuriado, ofendido, es porque no alaba lo suficiente. Si usted es capaz de
alabar al Señor, las heridas infligidas se volverán alabanzas; su espíritu se
remontará a las alturas y le dirá a Dios: “Te doy gracias y te alabo. Tú nunca
te equivocas en ninguno de Tus caminos”. Esta es la senda que debemos tomar
ante el Señor. Deje atrás todo lo demás. Esto es glorioso; esto es un verdadero
sacrificio.
La vida cristiana se eleva
mediante las alabanzas. Alabar consiste en sobrepasar todo a fin de tener
contacto con el Señor. Este fue el camino que el Señor Jesús tomó cuando anduvo
en la tierra. Nosotros debemos tomar la misma senda. No debemos murmurar en
contra de los cielos si somos probados, sino, más bien, remontarnos por encima
de las pruebas. Una vez alabamos al Señor, nos remontamos por encima de las
tribulaciones. Si otros buscan abatirnos, con mayor razón debemos responder
resueltamente diciéndole al Señor: “¡Te doy gracias y te alabo!”. Aprendamos a
aceptar todas las cosas. Aprendamos a conocer que Él es Dios. Aprendamos a
conocer cuál es la obra de Sus manos. No hay nada que lleve al hombre a crecer
y a madurar en la vida divina como el ofrecer sacrificios de alabanza. Debemos
aprender no sólo a aceptar la disciplina del Espíritu Santo, sino también a
alabar a Dios por ella. Es necesario que no sólo aceptemos la disciplina del
Señor, sino que incluso nos gloriemos en ella. No solamente debemos aprender a
aceptar ser corregidos por el Señor, sino también a aceptar dicha corrección
gustosa y jubilosamente. Si lo hacemos, se nos abrirá una puerta amplia y
gloriosa.
V. LA ALABANZA ES ANTERIOR
AL CONOCIMIENTO
Finalmente, en Salmos 50:23
Dios nos dice: “El que ofrece sacrificio de acción de gracias me glorifica”
(heb.). Aquí la expresión acción de gracias puede también traducirse como
alabanza. El Señor está esperando que le elevemos nuestras alabanzas. Ninguna
otra acción glorifica tanto a nuestro Dios como la
alabanza. Llegará el día en
que todas las oraciones, profecías y obras cesarán, pero en ese día, nuestras
alabanzas serán mucho más abundantes que hoy. La alabanza perdurará por la
eternidad; nunca cesará. Cuando lleguemos a los cielos y arribemos a nuestra
morada final, nuestras alabanzas se elevarán aún más alto. Hoy tenemos la
oportunidad de aprender la lección suprema; podemos aprender a alabar a Dios
hoy mismo.
Ahora vemos por espejo,
obscuramente (1 Co. 13:12). Si bien podemos vislumbrar ciertas cosas, aún no
podemos comprender lo que ellas representan. Apenas sentimos el dolor que nos
causa tanto nuestras heridas internas como las tribulaciones externas que
enfrentamos y experimentamos, pero no entendemos el significado que encierran
tales cosas; por consiguiente, no alabamos. Tengo la certeza de que las
alabanzas abundarán en los cielos puesto que allí se tendrá pleno conocimiento
de estas cosas. Mientras más completo sea nuestro conocimiento, más perfecta
será la alabanza. Todo estará claro cuando estemos frente al Señor en aquel
día. Las cosas que hoy no entendemos claramente, en ese día las comprenderemos.
En ese día, veremos cuán excelente es la voluntad del Señor en cuanto a todos
los aspectos de la disciplina del Espíritu para con nosotros. De no haber sido
por la disciplina del Espíritu, ¡habríamos descendido a niveles inimaginables!
Si el Espíritu Santo no hubiese impedido ciertas acciones nuestras, no podemos
imaginar siquiera lo lastimosa que hubiese sido nuestra caída. Muchas cosas,
miles, incluso millones de ellas, que hoy no entendemos, nos serán aclaradas en
aquel día. Cuando en ese entonces lo veamos todo claramente, inclinaremos
nuestra cabeza y le alabaremos diciendo: “Señor, Tú nunca te equivocas”. Cada
aspecto de la disciplina del Espíritu Santo representa la obra que Dios lleva a
cabo en nosotros. Si en tal ocasión no nos hubiéramos enfermado, ¿qué nos
habría sucedido? De no haber fracasado en aquel momento, ¿qué hubiera sido de
nosotros? Puede que lo acontecido haya sido un problema para nosotros; sin embargo,
al enfrentar tales problemas nos evitamos peores complicaciones. Tuvimos que
enfrentarnos a lo que constituyó una desgracia para nosotros, pero debido a esa
situación, mayores infortunios fueron evitados. En ese día conoceremos cuál fue
la razón de que el Señor permitiera que esas cosas nos sucedieran. Hoy día, el
Señor nos guía en todo momento, paso a paso. En ese día inclinaremos nuestra
cabeza y diremos: “Señor, qué insensato fui por no haberte alabado aquel día.
Fui un tonto porque no te di las gracias aquel día”. Cuando nuestros ojos sean
abiertos y veamos claramente en ese día, cuán avergonzados estaremos al
recordar nuestras murmuraciones. Es por eso que hoy debemos aprender a decir:
“Señor, no logro comprender lo que Tú haces, mas sé que no puedes equivocarte”.
Tenemos que aprender a creer y a alabar. Si lo hacemos, en ese día diremos:
“¡Señor! Te agradezco por Tu gracia que me salvó de quejas y murmuraciones
innecesarias. ¡Señor! Te agradezco por la gracia que me guardó de murmurar en
aquellos días”. En muchos asuntos,
cuando los conozcamos más a
fondo, más grandiosas serán nuestras alabanzas. En nosotros existe el deseo de
alabar al Señor debido a que Él es bueno (Sal. 25:8; 100:5). Debemos decir
siempre: “El Señor es bueno”. Hoy debemos aprender a creer que el Señor es
bueno y que Él nunca se equivoca, aunque no siempre podamos entender lo que
está haciendo. Si creemos, le alabaremos. Nuestras alabanzas son Su gloria; al
alabarle, le glorificamos. Dios es digno de toda la gloria. Que Dios obtenga de
Sus hijos alabanzas en abundancia.
Por COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO
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