V. Vida religiosa judía
El pueblo común.-
Aunque las sectas del judaísmo fueron importantes en la vida de la nación, representaban sólo un fragmento de la población judía del siglo I d. C. La mayoría de la gente desconocía los detalles de la ley que tanto interesaban a los fariseos, esenios y zelotes, y tampoco se sentía atraída por la sofisticación de los saduceos. Esas masas incultas eran conocidas en hebreo como 'am ha'árets, "gente de la tierra".
Los fariseos los despreciaban debido a su ignorancia y su descuido en el pago del diezmo y con las purificaciones rituales; y por esa razón creían que estaban bajo una maldición (Juan 7:48). Jesús y sus discípulos hicieron buena parte de u obra entre esa gente, y seguramente -tal vez con frecuencia- se los clasificaba con ellos (Mat. 11: 19; 15: 1-2; Juan 7: 15). El hecho de que el 'am ha'árets descuidara las restricciones rituales y ceremoniales no significaba, sin embargo, que necesariamente no sentía deseos de Dios, y sin duda esa gente formaba la mayoría de los que oían a Cristo "de buena gana" (Mar. 12: 37).
La vida judía continuó su curso mientras Herodes construía, gastaba dinero, asesinaba, y hasta que finalmente murió. Las esperanzas mesiánicas aumentaban. Los fariseos presentaban con insistencia ante el pueblo un ejemplo de rígido legalismo caracterizado por la estricta observancia del sábado y por reglas rituales de purificación. La rutina de los servicios del templo de Jerusalén continuaba con dignidad y pompa inalterables, mientras que sus atrios estaban llenos de adoradores, mendigos, cambistas de dinero y vendedores de animales para los sacrificios.
Miles de peregrinos procedentes de los confines más distantes de Palestina y de todo el mundo, acudían a Jerusalén para las tres fiestas anuales: la pascua y los panes sin levadura, Pentecostés y los tabernáculos (verExo. 23:14-17; Lev. 23:2; Deut. 16:1617). Los fariseos anhelaban rectitud; el pueblo común, el gozo de la religión; la nación, al Mesías.
En lo que atañe a religión, el pueblo común no estaba atado en nada a la minuciosa observancia de las tradiciones legales como los fariseos. Sin embargo, éstos tenían una influencia considerable y, además, hacían mucho para imponer el tono religioso en la nación. Esto significaba que el tradicionalismo y el ceremonialismo desempeñaban un gran papel en el pensamiento y en la vida religiosa de los judíos. Como ejemplos de las restricciones y observancias religiosas de los judíos, ver Mat. 23:23; Mar. 2:18, 23-24; 7:2-4, 9.
Los escribas.-
Este grupo era llamado en hebreo soferim, "escribas", "escritores"; y en griego, grammatéis, literalmente "secretarios" o "amanuenses". También se los llamaba -y con más exactitud nomikói: "intérpretes de la ley" (Mat. 22: 35; Luc. 7: 30; etc.), y nomodidáskaloi: "maestros de las leyes" ("doctores" en la ley; ver 1 Tim. 1: 7).
Su tarea consistía en estudiar e interpretar las leyes civiles y religiosas, y aplicarlas a los detalles de la vida diaria. Sus dictámenes -semejantes a los de los magistrados actuales de una corte suprema- tenían mucha importancia y se convertían en la base de futuras interpretaciones. Ese conjunto de decisiones constituía la "tradición" contra la cual Jesús se pronunció con tanta frecuencia, y la cual -también con frecuencia- fue acusado de haber violado (Mat. 15:2-3, 6; Mar. 7:2-3, 8-9).
Algunos escribas notables fueron grandes maestros entre los judíos. En los días de Jesús los escribas eran más influyentes que cualquier otro grupo de dirigentes. Muchos de ellos eran miembros del sanedrín al que probablemente se hace referencia en Mat. 26:3. Algunos escribas aceptaron a Cristo (Mat. 8: 19); pero la mayoría de ellos tenían un profundo prejuicio contra él (Mat. 16: 21). La mayoría eran fariseos.
La sinagoga.-
La sinagoga -literalmente la "asamblea"- era un punto importante en la vida comunitaria judía. Esta institución característica del judaísmo nació y floreció durante el cautiverio babilónico y después de él (PR 450-45 l). La tradición afirma que el profeta Ezequiel, uno de los cautivos de Tel-abib cerca del río Quebar en la baja Mesopotamia, fue el fundador de la sinagoga.
Durante los siglos posteriores al cautiverio, los judíos voluntariamente se esparcieron por todo el mundo conocido, de modo que era difícil hallar una ciudad sin una comunidad judía (Hech. 15: 21), y cada comunidad tenía su sinagoga. Se debía establecer una sinagoga cuando hubiera diez adultos varones, y esos diez se convertían en sus primeros "dirigentes".
La sinagoga sirvió, quizá más que ninguna otra institución, para conservar la religión, la cultura y el sentido de la individualidad racial propio de los judíos. La sinagoga nunca fue un lugar de sacrificios como el templo de Jerusalén, y por lo tanto no era considerada como un lugar de culto en su sentido más elevado. En ella se celebraban servicios cada sábado, en los cuales se leían y explicaban la ley y los profetas, lo cual constituía el centro de atención.
La sinagoga con frecuencia también servía durante la semana como un tribunal local (Mar. 13: 9), y generalmente como una escuela. En resumen, la sinagoga era un lugar para recibir instrucciones en las Escrituras y para orar. Las comunidades judías existían separadamente en los países extranjeros y se ocupaban de sus propios asuntos civiles y religiosos, sujetas, por supuesto, a la ley del país (Josefo, Antigüedades xix. 5. 3).
Los sacerdotes no estaban directamente relacionados con la administración de las sinagogas, pues no había sacrificios, aunque se los invitaba con frecuencia para que participaran en los servicios.
Los asuntos de cada sinagoga y de la comunidad que comprendía, estaban bajo la supervisión de un consejo de ancianos (Luc. 7: 3-5) o gobernantes (Mar. 5: 22). El magistrado más importante, el presidente de la sinagoga (Luc. 8: 49; 13: 14), presidía durante los servicios o decidía que otros lo hicieran, y nombraba a hombres capaces de la congregación para que oraran, leyeran las Escrituras y exhortaran a los fieles. No había clérigos.
Había, por lo menos, un funcionario de menor importancia, el jazzan -equivalente a un diácono de la iglesia cristiana- que tenía a su cargo los deberes más humildes, tales como sacar del arca los rollos de la ley y los profetas y ponerlos de nuevo dentro de ella, y aplicar los castigos corporales decididos por los ancianos.
En diversos lugares de Palestina se pueden ver las ruinas de sinagogas, algunas de las cuales quizá datan del tiempo de Cristo. Las ruinas de la sinagoga de Capernaúm datan del siglo III. Las sinagogas eran rectangulares, y su entrada principal estaba en el extremo sur. Las congregaciones más ricas embellecían sus sinagogas con diversos adornos, como guirnaldas de hojas de parra y racimos de uvas -el símbolo nacional de Israel-, el candelero de siete brazos, un cordero pascual, la vasija de maná y muchos otros objetos y escenas de las Escrituras del Antiguo Testamento.
En el salón principal de la sinagoga había un pupitre para la lectura, un asiento para el exhortador y un cofre o arca que contenía los rollos de la ley y los profetas. Había asientos o bancos, por lo menos para los miembros más ricos de la congregación (cf. Sant. 2:2-3), y los que estaban adelante, cerca del pupitre del lector, eran considerados como "los primeros asientos" (Mat. 23: 6). La congregación, que miraba hacia el arca, estaba dividida en dos grupos: los hombres (de 12 años en adelante) se sentaban a un lado, y las mujeres y los niños (entre 5 y 12 años) se sentaban en el otro, o a veces en un balcón o recinto separado.
La asistencia de los varones era obligatoria en día sábado y en los días festivos, y se consideraba un acto meritorio participar en el servicio que -de acuerdo con las costumbres modernas- indudablemente era largo. Los especialistas difieren en cuanto a los detalles de los servicios celebrados en las sinagogas en el siglo I a. C., y puesto que la mayoría de los documentos disponibles son escritos rabínicos, es difícil saber con certeza cuánto de eso se aplica al período anterior al 70 d. C. Sin embargo, el siguiente esquema quizá se aproxime mucho al orden de los servicios de las sinagogas como eran en los días de Jesús y los apóstoles:
1. Recitación al unísono de la shema' -una confesión de fe tomada principalmente de pasajes tales como Deut. 6: 4-9; 1 l: 13-21; Núm. 15: 37-41-, antes y después de la cual un miembro de la congregación se situaba frente al arca de la ley para ofrecer en nombre de todos una oración séptuple, cada una de cuyas partes era confirmada con el "¡Amén!" de la congregación. Entre la sexta y la séptima parte de esta oración, si había sacerdotes presentes subían a la plataforma del arca y levantando las manos pronunciaban al unísono la bendición aarónica de Lev. 9: 22 y Núm. 6: 23-27.
2. La parashah, o lectura de la sección correspondiente de la ley (cf. Hech. 13: 15). La reverencia debida a la ley exigía que el rollo se desenvolviera detrás de una cortina sin que lo viera la congregación. La ley, o sea los cinco libros de Moisés, se leía enteramente en un ciclo de tres años, y una parte estaba designada para cada sábado. Cada una de esas partes estaba dividida en siete secciones que tenían a lo menos tres versículos. Se designaba a un miembro diferente de la congregación para que leyera cada una de esas subdivisiones. Cualquiera que cometiera el menor error era inmediatamente reemplazado por otro. La lectura de la ley era traducida versículo por versículo del hebreo al idioma del pueblo común (arameo en Palestina; ver Neh. 8: 1-8), y por otra persona, para evitar la posibilidad de que hubiera un error en la traducción exacta del texto de las Escrituras.
3. La haftarah, o lectura de los profetas. El rollo de los profetas -que era considerado menos sagrado que la ley- tenía un solo rodillo y no dos como la ley, y podía ser desenrollado delante de la congregación. No hay ninguna prueba de que hubiera un ciclo u orden para la lectura de los profetas en el tiempo de Cristo. Por lo tanto, quizá el rollo era entregado a la persona designada por el dirigente de la sinagoga para que leyera, y el lector elegía el pasaje. Fue en esta parte del servicio en la que participó Jesús en la sinagoga de Nazaret (Luc. 4: 16-22), cuando después de leer en Isa. presentó ante la gente su misión y autorización profético. El que leía de los profetas era llamado el "despedidor", pues su lectura más sus observaciones y exhortaciones basadas en el pasaje leído constituían la parte final del servicio.
4. La derashah, o "investigación", "estudio", era un sermón generalmente presentado por un miembro de la congregación. El lector de la haftarah, como los que leían de la ley, que daba en pie mientras leía. Pero el que predicaba el sermón se sentaba en un asiento especial cerca del atril o pupitre de lectura conocido como "cátedra de Moisés" (Mat. 23: 2). Sus observaciones generalmente se basaban en la lectura de los profetas; pero podían incluir también la de la ley. En esas interpretaciones de los mensajes proféticos, la imaginación del orador con frecuencia divagaba mucho, usando paráfrasis, parábolas o leyendas para destacar cómo entendía el mensaje profético. A los visitantes, con frecuencia se los honraba invitándolos a presentar el discurso. Pablo aprovechó más de una vez esa oportunidad (Hech. 13: 14-16; 14: l; 17: 1-2, 10-1 l; 18: 4; 19: 8).
5. El sermón era seguido por la bendición. Esta era ofrecida por un sacerdote si estaba presente; de lo contrario, se ofrecía una oración. En algunos lugares se cantaban salmos en el servicio.
En Palestina no sólo había sinagogas para los judíos, autóctonos sino también para los judíos que habían nacido en el extranjero, pero habían regresado a la tierra de sus antepasados. Por eso en Jerusalén había, en días de los apóstoles, una sinagoga de "los libertos" (Hech. 6: 9), que quizá eran judíos o descendientes suyos, que una vez habían sido cautivos o esclavos de los romanos, pero más tarde fueron libertados. Esteban disputó con los miembros de esa sinagoga.
También había sinagogas judías en Alejandría, en Antioquía de Siria, en Roma y, sin duda, virtualmente en todas las otras ciudades del imperio, pues Pablo las encontraba no sólo en lugares principales como Corinto, Efeso y Tesalónica, sino también en Salamina de Chipre, Antioquía de Pisidia, Iconio, Berea de Grecia, e indudablemente en muchos otros lugares que no son mencionados.
Fácilmente se puede entender cuánto influían sobre los judíos los servicios de la sinagoga, con su énfasis sobre la ley, el deber y las esperanzas y aspiraciones espirituales. El énfasis puesto en la Torah -la voluntad revelada de Dios (ver com. Deut. 31:9; Sal. 19:7)- daba a los judíos un carácter ético que los destacaba entre los pueblos del Imperio Romano.
Las escuelas.-
Las escuelas eran especialmente importantes para la vida judía, pues ayudaban a modelar su carácter y a establecer su sistema ético. La educación sistemática había desempeñado un papel significativo en la vida de los israelitas desde la antigüedad, como lo indican las escuelas de los profetas fundadas por Samuel y reestablecidas por Elías Las escuelas judías se inauguraron de nuevo, quizá alrededor del período 90-80 a. C., debido a la reforma de Simeón ben Shetaj y Judas ben Tabbai. Parece que establecieron escuelas en algunas de las sinagogas para afianzar una observación más estricta de la ley ceremonial y de un ritual mejor reglamentado que su reforma había elaborado.
Al padre y a la madre en el hogar siempre había correspondido, entre los judíos, la principal responsabilidad en la educación de la juventud. Se esperaba que dieran a sus hijos un conocimiento de la Torah y de los principales dogmas del judaísmo. Pero debido a las catastróficas vicisitudes por las que había pasado la nación se había interrumpido la vida hogareña, y con frecuencia los mismos padres necesitaban instrucción. Para remediar esta situación se establecieron escuelas con escribas como maestros, para que inculcaran en la mente de los niños aquellas cosas que habían de conservarlos fieles al judaísmo en años posteriores para robustecer a la nación. El pueblo o ciudad que no proporcionaba instrucción religiosa a su juventud, era considerado como si hubiera estado bajo la maldición de Dios.
Aunque esas escuelas respondían a una necesidad bien definida, crecían muy lentamente. Sólo se ofrecía educación a los muchachos. Para los que procedían de hogares de buena posición económica de los pueblos más grandes, les era fácil encontrar tiempo y oportunidades para estudiar; pero a los muchachos más pobres de los lugares más pequeños, les era muy difícil encontrar tiempo para dedicarlo a su educación. Aún para poder subsistir con frecuencia se obligaba a los muchachos a trabajar en los campos o en el taller con sus padres. No fue sino hasta en los días de Jesús, poco antes del estallido de la guerra romana de 66-73 d. C., cuando se fundaron escuelas en todos los distritos y en cada pueblo medianamente importante.
En esas escuelas elementales la instrucción era sencilla y rudimentaria. Aunque se enseñaba a leer y a sacar cuentas, la Torah era la base de toda instrucción. Se enseñaban, ante todo, los ritos y rituales de la religión judía, su significado y la importancia de cumplir con todas las obligaciones de la ley.
Para los niños dotados de inteligencia y talento había escuelas superiores a las cuales rara vez podían aspirar los muchachos más pobres. Aunque el curso de estudio en tales instituciones era más esmerado que en las escuelas elementales, siempre se centralizaba en la Torah.
Esas escuelas superiores por lo general eran informales, cuyo centro era el maestro, y se reunían en una sinagoga bien equipada o en un local destinado para ese propósito. Esas escuelas superiores existían en Jerusalén y en las ciudades más grandes del extranjero donde había suficientes judíos para sostenerlas y se podía disponer de los servicios de maestros instruidos e influyentes. Una famosa escuela en Jerusalén era la de Gamaliel (Hech. 5: 34-40), a la cual asistió Pablo (Hech. 22: 3).
Como ya hemos dicho, en las escuelas de todos los niveles la instrucción se basaba en las Escrituras y en la tradición judía. La ley y su interpretación basada en la tradición, era el principio y el fin de la instrucción. Se daba énfasis especial a las enseñanzas que a través de los años habían añadido los escribas según su sabiduría.
Pero había judíos fieles que no estaban satisfechos con esa instrucción basada en la tradición legalista, y creían que con la bendición y la iluminación de Dios podían educar mejor a sus hijos instruyéndolos en sus hogares. Entre esos padres se encontraban María y José de Nazaret. Jesús nunca asistió a las escuelas de la sinagoga.
La maestra de Jesús fue su madre, quien tomaba las Escrituras y de su propia experiencia con Dios y con la vida lo que enseñaba a Jesús, y él lo añadía a lo que aprendía de la naturaleza y de su comunión con su Padre celestial. José enseñó a Jesús el oficio de carpintero y otras cosas prácticas de la vida. Aunque los enemigos de Jesús declararon que no había "estudiado" Juan 7: 15), su carácter y su ética eran muy superiores a cualquier cosa que las mejores escuelas pudieran haberle impartido.
La diáspora.-
Los Judíos habían estado esparcidos por todo el mundo civilizado durante varios siglos antes del nacimiento de Cristo, llevando por donde quiera que iban el conocimiento del Dios verdadero. Se podía encontrar comunidades Judías en la mayoría de las ciudades del Imperio Romano. En algunas ciudades como Nehardea y Nisibis, en Mesopotamia de donde pudieron proceder los "magos"-, los Judíos constituían la mayoría de la población.
Una gran proporción de los habitantes de Siria eran judíos. Josefo estimaba el número de judíos, sólo en Egipto, en un millón. Se afirma que en Alejandría constituían un tercio de la población. Los judíos de la dispersión o diáspora -especialmente intensa desde el siglo III a. C.-, evidentemente superaban en número a los que se habían quedado en Palestina.
Los judíos establecían sus sinagogas por dondequiera que iban, y en ellas acogían bien a los gentiles. Hacía ya unos dos siglos que el Antiguo Testamento podía leerse en griego (el idioma internacional de ese tiempo) y era ampliamente estudiado por las clases más educadas. Los judíos y los prosélitos asistían a las grandes festividades religiosas de Jerusalén, especialmente a la pascua, y al volver contaban a otros lo que habían aprendido allí (ver t. IV, pp. 31-32).
Aunque los judíos quizá no fueran apreciados por sus vecinos paganos, sin embargo eran respetados, y en general prosperaban más. Sus conceptos morales y sus prácticas eran incomparablemente superiores a los de los paganos. Su vida familiar con frecuencia era un modelo que admiraban los paganos que los rodeaban, los cuales observaban cómo los judíos trataban y criaban a sus hijos, inclusive a los menos promisorios. A pesar de su fracaso de no estar a la altura de los elevados ideales que podrían haber alcanzado, es un hecho innegable, que a pesar de sí mismos, los judíos dieron por todo el mundo un testimonio importante y eficaz del Dios verdadero, Creador y Sustentador de todas las cosas (cf. t. IV, pp. 29-32).
Los escritores romanos clásicos muestran que estaban familiarizados con las costumbres judías, aunque no siempre describen esas costumbres con exactitud. Por ejemplo, el poeta Horacio menciona a un amigo quien en broma rehusaba hablar de negocios con él porque era el "trigésimo sábado", y que preguntaba " '¿vas a provocar al judío circunciso?'... 'Yo soy un hermano un poco más débil, uno de los muchos [que tienen escrúpulos religiosos]´" (Sátiras i. 9. 68-73).
Aunque evidentemente los judíos no debían hablar de negocios en su día sagrado. Su oscura referencia al "trigésimo sábado" se ha interpretado de diversas maneras; pero ninguna explicación al respecto es plenamente satisfactoria.
Sin embargo, parece que los judíos eran despreciados en muchos círculos por su forma de vivir, y especialmente por sus restricciones en la alimentación y su observancia del sábado. Agustín, uno de los padres de la iglesia, nos informa que el filósofo Séneca se quejaba de que los judíos "proceden inútilmente guardando esos séptimos días, por lo que pierden debido a su ociosidad aproximadamente una séptima parte de su vida" (La ciudad de Dios vi. 11). Juvenal el poeta satírico, escribió: "Algunas que han tenido un padre que reverencia el sábado, no adoran otra cosa sino las nubes y la divinidad de los cielos, y no ven diferencia entre comer carne de cerdo, de la cual se abstuvo su padre, y la carne humana; y con el tiempo practican la circuncisión... Por todo lo cual debía culparse al padre, quien dedicaba cada séptimo día a la ociosidad apartándolo de todas las preocupaciones de la vida" (Sátira 14).
Tácito, el historiador romano presenta con detalles las prácticas religiosas judías; pero con frecuencia entiende mal su origen y significado. "Los judíos -dice- consideran como profano todo lo que nosotros tenemos como sagrado; pero permiten todo lo que nosotros aborrecemos" (Historia v. 4).
Afirma que los judíos se abstenían de comer cerdo debido a que recordaban una plaga de escaras que una vez habían sufrido los cerdos. Entendía que sus frecuentes ayunos eran una conmemoración de un hambre prolongada que sufrieron una vez, y creía que su consumo de pan sin levadura era un recuerdo de la prisa con que comieron cuando finalmente consiguieron alimento.
Acerca de su observancia del sábado, Tácito explica que los judíos "dicen que al principio eligieron descansar en el séptimo día porque ese día terminaban sus tareas; pero después de un tiempo fueron inducidos por los encantos de la indolencia a dedicar también el séptimo año a la inactividad" (Historia v. 4).
Otros escritores paganos que se refieren a las prácticas judías son Dio Casio, Historia romana xxxvii. 17; César Augusto, citado por Suetonio en Vidas de los césares ii .776; y Marcial, Epigramas iv. 4.
Influencia judía.-
Apesar de estas opiniones adversas acerca de los judíos, Cicerón muestra que su influencia era poderosa en Roma. Mientras Flaco gobernaba la provincia de Asia en el 62 a. C., confiscó una gran cantidad de oro que los judíos habían reunido para enviar al templo de Jerusalén. Cicerón defendió a Flaco, y declaró de los judíos: "Tú sabes qué gran multitud son ellos, cómo se mantienen firmemente juntos, cuán influyentes son en las asambleas que no son oficiales" (Pro Flaco, cap. 28).
A pesar de la ironía que puede haber aquí, esto indica que los judíos ejercían una verdadera influencia política. La jerarquía de algunos judíos, como Herodes Agripa I (ver p. 70), en el ambiente más elevado de la sociedad y del gobierno de Roma, llevó algún conocimiento del judaísmo hasta esos círculos.
También hay algunas pruebas de que la expectativa mesiánica judía hizo un impacto en el mundo gentil. La expectativa de que pronto aparecería un rey-salvador se propagó por todo el mundo antiguo debido, en parte, a que los judíos diseminaban el conocimento del Dios verdadero; en parte, a que las religiones paganas estaban perdiendo su atracción en la mente de los que pensaban, y, en parte, a la continua intranquilidad política que pendía sobre la civilización como una mortaja. Entre los gentiles muchos tenían una comprensión más clara de la esperanza mesiánica que los mismos dirigentes religiosos judíos.
Es evidente que esta esperanza fue pervertida por la gran mayoría. Hubo muchos que la aplicaron a uno u otro de los césares. Un grupo de "sabios" hizo una peregrinación a Italia en la búsqueda del salvador-rey. Inscripciones encontradas en Priene y Halicarnaso aplican un lenguaje mesiánico al emperador Augusto (27 a. C.-14 d. C.). El poeta romano Virgilio confirmaba que la popular esperanza mesiánica se había divulgado mucho, como se advierte en este pasaje de su Egloga:
"Ahora ha llegado la última era del canto de Cumas; la gran sucesión de los siglos comienza ahora. Ahora retorna la virgen, retorna el reinado de Saturno; ahora una nueva generación desciende del alto cielo. Sólo tú, pura Lucina, ¡sonríe por el nacimiento del niño, bajo el cual la progenie de hierro cesará primero; y una raza áurea se levantará por todo el mundo!... Desaparecerá cualquier rasgo duradero de nuestra culpa y se librará la tierra de su continuo terror. El tendrá el don de la vida divina; verá héroes confundidos con dioses, y él mismo será visto por ellos, y regirá un mundo al cual las virtudes de su padre han traído paz" (Egloga IV).
El nítido mesianismo pagano de esta égloga, atribuida por su compositor al oráculo de Cumas, probablemente se originó en los oráculos sibilinos con fuerte influencia judía, que en los días de Virgilio ya eran populares en el mundo romano (ver p. 90). Sin duda, el mesianismo judaico de la diáspora influyó, en otras formas en los intelectuales romanos durante la era de Augusto y más tarde. Suetonio, historiador romano, escribió en estos términos: "Se había divulgado por todo el Oriente una antigua y firme creencia, de que en ese tiempo estaban destinados a regir el mundo de los hombres provenientes de Judea. Esta predicción, que se refiere al emperador de Roma, como después resultó ser en realidad, la gente de Judea se la aplicó a sí misma" (Vidas de los césares viii. 4). Otros historiadores antiguos registran una expectativa similar.
La aplicación popular de estas leyendas y profecías mesiánicas a Augusto (27 a. C.-14 d.C.) parecía estar justificada, pues durante su largo y pacífico reinado "se aplacó el turbulento mar de las conmociones civiles. Volvieron la paz y la prosperidad, y se establecieron en forma permanente en el imperio" (M. Rostovtseff, A History of the Ancient World, t. II, p. 198). Siglos de contiendas fueron "súbita y muy inesperadamente seguidos por paz, y cuando la tormenta de la guerra civil se aquietó en un momento, pareció natural ver en esto un milagro, una intervención de un poder divino en los asuntos terrenales" (Id., p. 203).
Tácito hablaba de "paz plenamente estable o sólo levemente perturbada" (citado en James T. Shotwell, An Introduction of the History of History, p. 263). Esta era de paz pareció coincidir tan adecuadamente con la expectativa popular de un Mesías, que Augusto fue proclamado como salvador.
Proselitismo.-
El judaísmo se destacaba especialmente por su énfasis ético que contrastaba muchísimo con las religiones generalmente amorales del mundo romano. Los devotos de los antiguos dioses paganos se relacionaban con sus divinidades en los términos de un contrato. Los sacerdotes revelaban a los suyos las ceremonias que debían ejecutar y el ritual que debían seguir a fin de agradar a sus dioses.
Cuando esos requisitos se cumplían en forma aceptable, los dioses -grandes y pequeños- estaban obligados, por lo menos, a no molestar o perjudicar a la gente, y en el mejor de los casos a protegerla de las dificultades y a proporcionarles beneficios materiales. Las religiones paganas actuales consisten, en gran medida, en intentos similares para aplacar a los espíritus.
Los cultos de misterios ("mistagónicos" o "mistéricos", por derivar de "mistagogo", sacerdote grecorromano que presidía en esos cultos), cuya popularidad aumentó rápidamente durante el período imperial, tampoco tenían un fondo moral. El adorador procuraba en esos cultos ponerse en relación personal con su dios. Por medio de sucesivas etapas de iniciación y de rituales, el devoto cumplía con los requisitos del culto al fin de los cuales -si no interfería alguna irreverencia o algún desliz de ritos- creía que se encontraría en la presencia del dios.
Si el dios que se adoraba era sosegado o el devoto era de buena índole, este tipo de culto podría tener algún valor ético para él; pero ese efecto era secundario, casi accidental. Ciertas escuelas filosóficas, especialmente el estoisismo, lograban un impacto ético; pero rara vez llegaban hasta el pueblo común, ni tampoco se las puede considerar exactamente religiones.
Dada esta falta de ética en la religión pagana, la moralidad alcanzada por el pueblo judío debido a su concepto de la Deidad y por la Torah, llamaba la atención de los habitantes del imperio, especialmente porque los judíos aplicaban esa moral en la vida diaria de una manera notable. De ese modo muchos fueron inducidos a aceptar el judaísmo en mayor o menor grado, y el Nuevo Testamento habla de varias clases de "prosélitos", o sea individuos que acababan de aceptar la fe judía (ver t. IV, pp. 29-32).
El centurión de Capernaúm del cual dijeron los judíos: "Ama a nuestra nación, y nos edifico una sinagoga", quizá era uno de esos prosélitos. Según ellos, eso lo hacía "digno" (Luc. 7: 4-5). Los prosélitos iban a Jerusalén para Pentecostés (Hech. 2: 10).
Nicolás, "prosélito de Antioquía", fue uno de los primeros diáconos de la iglesia cristiana (Hech. 6: 3-6); el eunuco etíope "había venido de Jerusalén para adorar" (Hech. 8: 27); el centurión Cornelio, de Cesarea, era "temeroso de Dios" y "oraba a Dios siempre" (Hech. 10: 2); y los prosélitos de Antioquía de Pisidia escucharon atentamente a Pablo y Bernabé (Hech. 13: 43).
Debido a que los métodos de los fariseos no eran éticos, Jesús condenó severamente su fervor para ganar prosélitos y también las desafortunadas consecuencias espirituales de sus dudosos métodos para conquistarlos (Mat. 23: 15).
Los judíos eran muy cuidadosos en el procedimiento de hacer prosélitos. Especificaban tres ceremonias necesarias por las cuales debía pasar un gentil para convertirse en un "prosélito de justicia", es decir un judío completo: (1) Debía someterse a la circuncisión; (2) debía ser bautizado por inmersión -bautismo que indudablemente fue el antecedente del rito cristiano-, y (3) debía ofrecer sacrificio. Por supuesto, este último requisito resultó imposible de cumplir después de la destrucción del templo en al año 70 d. C.
No sólo hacían proselitismo los judíos que estaban dentro de los límites de Judea y Galilea, sino también los de la diáspora, los de la dispersión. El éxito en el proselitismo se debía, en gran medida a que los gentiles con frecuencia eran atraídos por la constancia de los judíos en su religión y por la serenidad espiritual interior de éstos ante las dificultades, así como por el sentimiento fraternal que su sólida fe religiosa hacía que demostraran en su relación mutua. Por eso y con frecuencia, cuando los gentiles examinaban el judaísmo para descubrir el secreto de su eficacia, se sentían inducidos a abrazarlo. A medida que las religiones paganas perdían atracción y los judíos llevaban a cabo por doquiera una activa obra misionera, los prosélitos a la fe judía pudieron contarse por centenares de miles, y quizá millones, de acuerdo con la opinión de eruditos modernos autorizados, tanto judíos como cristianos.
Josefo se jacta del número de los que aceptaban el judaísmo por todo el mundo gentil: "Desde hace mucho tiempo las masas demuestran un vivo deseo en adoptar nuestras observancias religiosas; y no hay un ciudad, griega o bárbara, ni una sola nación hasta la cual no se haya propagado nuestra costumbre de abstenernos de trabajo en el séptimo día, y donde no se observen los ayunos y el encender las lámparas, y muchas de nuestras prohibiciones en el asunto del alimento" (Contra Apión ii. 39).
Por John J. Alvarado D. COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO
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