viernes, 9 de julio de 2010

Divisiones en el protestantismo...


Una de las críticas que muchos hacen a las iglesias evangélicas es el hecho de que están divididas en denominaciones o congregaciones independientes. Por lo que muchos opinan que los creyentes debemos hacer un esfuerzo por echar a un lado las doctrinas que nos dividen y enfatizar lo que nos une. Y aún contemplan con agrado la posibilidad de crear una gran organización eclesiástica que agrupe a todos los creyentes en Cristo.

Pero esta “solución” al problema de las divisiones es en realidad mucho peor que la “enfermedad” que intenta curar, y pierde de vista algunos aspectos cruciales de la realidad de la iglesia de Cristo de este lado de la eternidad.

En primer lugar, pasa por alto el hecho de que la unidad del pueblo de Dios es una realidad espiritual que depende enteramente de la obra redentora de Cristo y no de asociaciones humanas (compare 1Cor. 12:12-13; Rom. 8:9). Nosotros no somos llamados a crear la unidad de la iglesia, sino más bien a preservarla y manifestarla en una medida cada vez más creciente (Ef. 4:1-6).

En segundo lugar, esta supuesta solución también pasa por alto la enseñanza bíblica sobre el gobierno y autonomía de cada iglesia local. El NT enseña claramente que cada iglesia local debe tener su propia membrecía y su propio gobierno (Hch. 14:23; Fil. 1:1-2; 1Tim. 3:1-13). Aún en la era apostólica se hablaba de “iglesias” en plural cuando se refiere a las congregaciones locales.

Como bien señala Robert Dabney: “Nosotros leemos [en el NT] acerca de las siete iglesias de Asia, no de la iglesia de Asia; de las iglesias de Galacia, las iglesias de Macedonia, las iglesias de Judea; pero el NT no dice nada acerca de una iglesia nacional visible” (Discussions; Vol., 2; pg. 438).

La Biblia no contempla que todas las iglesias de Cristo se sometan a un gobierno central, como sucede con la Iglesia Católica Romana, sino que cada congregación local de creyentes sea gobernada por su propio cuerpo de pastores y asistidas por su propio cuerpo diaconal, que son los únicos líderes que el NT reconoce (1Tim. 3:1-13; Fil. 1:1-2; He. 13:7, 17).

En tercer lugar, la idea de una gran organización eclesiástica tiende a menoscabar la importancia de la doctrina. Suena bien decir: “Olvidemos lo que nos separa y enfaticemos lo que nos une”. Pero ¿qué sucede cuando las doctrinas que nos separan son esenciales para la correcta comprensión del evangelio? En tal caso debemos marcar una clara línea de separación.

Esa es la enseñanza de Pablo en 2Cor. 6:14ss. Aunque algunos aplican este pasaje a las relación de noviazgo entre creyentes e incrédulos (que es una aplicación apropiada del pasaje), el tema que Pablo está tocando en realidad es el de los falsos maestros. Hay ocasiones en que la separación no es sinónimo de cisma, sino más bien un deber bíblico.

Si hay una enseñanza clara en el NT es que la verdadera unidad cristiana descansa sobre dos pilares: la regeneración y la doctrina. En otras palabras, solo pueden experimentar verdadera unidad cristiana aquellos que han sido regenerados por el poder del Espíritu Santo a través del mensaje del evangelio revelado en las Escrituras (comp. Rom. 6:17-18).

Cualquier otra cosa que sirva de base para construir una especie de sociedad religiosa no es más que una falsificación de la verdadera unidad cristiana. Como dice Martyn Lloyd-Jones, algunos suponen que si nos tratamos amistosamente, y trabajamos juntos en el evangelismo, o tenemos reuniones conjuntas de oración, eventualmente eso puede que produzca un acuerdo doctrinal. Pero eso es comenzar a construir la casa desde el techo.

Noten Pablo cómo plantea este asunto de la unidad cristiana en su carta a los Efesios (comp. Ef. 1:1-5, 13-14; 2:1, 4-6, 19-22); es a creyentes que Pablo exhorta en el capítulo 4 a preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, una unidad que crece y se fortalece en la misma medida en que crece el acuerdo doctrinal, como vemos claramente en 4:11-16. De manera que la doctrina viene primero, la comunión después.

En cuarto lugar, el intento de crear una gran organización eclesiástica que agrupe a todos los creyentes no toma en cuenta algunos factores humanos que habrán de prevalecer en la iglesia de Cristo hasta que nuestro Señor regrese en gloria y que hace inevitable que exista una diversidad de iglesias y denominaciones.

Como dice Robert Dabney, esto se debe en parte a la excusable limitación del entendimiento humano que impide que todos lleguen a un entendimiento perfecto de todas las doctrinas bíblicas; y en parte a los prejuicios pecaminosos del corazón humano. “Prejuicio – dice él – que, aunque no es justificable, seguramente continuará operando mientras la naturaleza del hombre sea parcialmente santificada”.

Es irrealista pensar que de este lado de la eternidad todos y cada uno de los creyentes lleguen a adquirir una comprensión perfecta en todos los detalles doctrinales.

Como dijo en cierta ocasión Blaise Pascal: “Hay suficiente luz para iluminar a los elegidos, y suficiente oscuridad para humillarlos”. No porque la Biblia tenga algún defecto, sino porque nuestro entendimiento será defectuoso de este lado de la eternidad.

¿Cómo resolvemos ese inconveniente? ¿Desestimando las diferencias como algo sin importancia? O lo que es peor todavía, ¿imponiendo sobre otros nuestros propios criterios, independientemente del entendimiento que ellos tengan de las Escrituras?

Creo que Ian Murray dio en el clavo cuando hizo la siguiente observación: “Lo que podríamos llamar diferencias secundarias entre cristianos no son sin consecuencias y pueden ser lo suficientemente importantes como para prevenir la unidad formal de cristianos en la misma denominación. La libertad de consciencia para interpretar las Escrituras es mucho mejor que una unidad externa impuesta sobre todos”.

En otras palabras, es preferible preservar la libertad que cada creyente tiene de vivir su vida cristiana conforme a lo que él entienda de las Escrituras, a que les impongamos un sistema de creencias en aras de la unidad cristiana.

Y luego añadió: “[Pero] al mismo tiempo es esencial reconocer… que no debe ser permitido que esas diferencias de entendimiento entre cristianos [en tales cosas secundarias] trascienda la verdad que nos hace uno en Cristo” (Ibíd; pg. 309).

Desde esa perspectiva, el hecho de que haya diversidad de iglesias y denominaciones cristianas no debe ser visto necesariamente como un problema, sino también como una bendición, porque permite que un grupo de creyentes con convicciones similares puedan conformar una iglesia o una denominación, sin tener que traicionar su propio entendimiento de las Escrituras.

Joshua Harris dice lo siguiente al respecto: “No hay que pensar en las diferencias de las denominaciones como enemigas de la unidad, sino como algo que hace que la verdadera unidad sea todavía más asequible. Coincidimos en estar de acuerdo en las cosas de primera importancia; y convenimos en respetar los desacuerdos sobre las cosas de menos importancia”.

Y entonces cita a Richar Philips que dice: “Las denominaciones nos permiten tener una unidad de organizaciones en las que tenemos pleno acuerdo… y nos permiten tener unidad espiritual con otras denominaciones, porque no estamos obligados a discutir para perfeccionar el acuerdo, sino que podemos aceptar nuestras diferencias de opinión sobre temas secundarios” (J. Harris; Deje de Coquetear con la Iglesia; pg. 38-39).

Es lamentable que muchos se vuelvan tan celosos de sus distintivos que pierdan de vista el amor cristiano. Pero, gracias al Señor, eso no siempre será así. Cuando seamos perfectamente santificados en el cielo, entonces nuestra comunión será perfecta porque no tendremos ningún prejuicio, ni seremos afectados por ninguna mala interpretación de las Escrituras. Pero eso será en el cielo. Pretender vivir esa realidad ahora, es intentar construir “un hermoso castillo en el aire”, como dijo una vez J. C. Ryle (Murray; op. cit.; pg. 310).

La solución no es echar a un lado las doctrinas que nos separan y enfatizar las que nos unen, como si la doctrina fuera algo sin importancia. La solución está en aprender a manejar esas diferencias con madurez y amor cristiano.

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