Lectura bíblica: Ro. 7:15-8:2
Todo aquel que ha creído en el Señor puede ser
libre del pecado desde el día en que creyó en el Señor. Sin embargo, es
probable que esta no sea una experiencia común de todos los creyentes. Hay
muchos que, habiendo creído en el Señor, regresan al pecado en vez de ser
libres de él. Si bien es cierto que estos creyentes son salvos, e
indudablemente pertenecen al Señor y poseen la vida eterna, aun así, el pecado
todavía los molesta, y son incapaces de servir al Señor como quisieran.
Después que una persona ha creído en el Señor, le
resulta extremadamente doloroso ser molestado constantemente por el pecado,
pues toda persona en quien Dios ha resplandecido posee una conciencia sensible.
Dicha persona se ha vuelto sensible con respecto al pecado y ahora tiene en
ella una vida que condena al pecado. A pesar de ello, es posible que dicha
persona todavía se encuentre fastidiada por el pecado. Esto ciertamente resulta
en muchas frustraciones e incluso puede llegar a producir desaliento.
Obviamente, se trata de una experiencia muy dolorosa.
Muchos cristianos se esfuerzan por ser libres del
pecado. Algunos piensan que si se esfuerzan lo suficiente por renunciar al
pecado, finalmente conseguirán ser libres del mismo y, por ende, dedican todos
sus esfuerzos para rechazar continuamente toda tentación. Hay otros que, al
estar conscientes de la necesidad de ser libres del pecado, están continuamente
luchando, con la esperanza de poder derrotarlo definitivamente. Incluso hay
otros creyentes que piensan que el pecado los ha hecho sus esclavos y que ellos
deberán dedicar todos sus esfuerzos
para liberarse de la esclavitud del pecado. Pero todas estas actitudes
responden a conceptos humanos y no reflejan, de manera alguna, la Palabra de
Dios ni Sus enseñanzas al respecto.
Además, ninguno de esos métodos nos lleva a
la victoria. La Palabra de Dios no nos exige que luchemos contra el pecado con
nuestras propias fuerzas, sino que nos enseña que necesitamos ser liberados del
pecado, es decir, puestos en libertad. Según la Biblia, el pecado es un poder
que esclaviza al hombre, y la manera de enfrentarse a tal poder no es por medio
de confrontarlo personalmente, sino por medio de permitir que el Señor nos
libere de él. Nosotros tenemos pecado y no podemos separarnos de él.
La manera
en que el Señor se hace cargo de este asunto, no es eliminar al pecado; más
bien, el Señor nos libra del poder que tiene el pecado, por medio de hacer que
nos alejemos de su esfera de influencia. Es necesario que los nuevos creyentes
conozcan desde el inicio mismo de su vida cristiana la manera correcta en que
pueden ser libres del pecado. No es necesario que ninguno de ellos recorra un
sendero largo y tortuoso a fin de ser libre del pecado. El creyente puede
caminar el camino de libertad desde el momento mismo en que cree en el Señor.
Ahora abordemos este tema en conformidad con los capítulos 7 y 8 de la Epístola
a los Romanos.
I. EL PECADO ES UNA LEY
En Romanos 7:15-25 Pablo nos dice: ―Porque lo que
hago, no lo admito; pues no practico lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso
hago ... porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico. Mas si hago
lo que no quiero, ya no lo hago yo ... así que yo, queriendo hacer el bien,
hallo esta ley: que el mal está conmigo. Porque según el hombre interior, me
deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que está en
guerra contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado
que está en mis miembros ... así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de
Dios, mas con la carne a la ley del pecado‖.
Del versículo 15 al 20, Pablo usa repetidas veces
las expresiones ―lo que quiero‖ y ―lo que no quiero‖, con lo cual hace énfasis en querer hacer algo o no, es decir, en
hacer algo deliberadamente o hacerlo en contra de su propia voluntad. Después,
del versículo 21 al 25, hay un énfasis distinto, pues allí se hace hincapié en
la ley. Estos dos aspectos que se recalcan son la clave para entender este
pasaje.
En primer lugar, debemos entender el significado
de ―la ley‖. Según el concepto comúnmente aceptado, una ley es un principio
inalterable que no admite excepciones. Más aún, toda ley tiene poder; no es un
poder artificial, sino un poder natural. Todas las leyes tienen poder. Por
ejemplo, la gravedad es una ley. Si lanzamos un objeto al aire, inmediatamente
regresará al suelo. No
necesitamos jalarlo
con las manos para que este caiga, pues él mismo es atraído hacia abajo por la
fuerza que ejerce la tierra. Si tira una piedra hacia arriba, esta cae de nuevo
al suelo. Si arroja una plancha, también volverá a caer a tierra. Si lo tira en
China o en otros países, si lo hace hoy o mañana, cualquier objeto lanzado al
aire, mientras nada lo sostenga, cae, independientemente del tiempo o del
espacio en que esto ocurra. Así pues, una ley es un principio que se cumple
inalterablemente y sin excepciones, y es una fuerza natural que no requiere del
esfuerzo humano para su perpetuación.
En Romanos 7 se nos muestra a Pablo esforzándose
por ser victorioso, procurando libertarse a sí mismo del pecado. Él deseaba
agradar a Dios; no quería pecar ni quería fracasar. Sin embargo, a la postre él
tuvo que admitir que todas sus resoluciones fueron en vano. Él tuvo que
reconocer: ―Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo‖. Él no quería pecar, pero seguía pecando. Él quería hacer el bien y
conducirse según la ley de Dios, pero no podía. En otras palabras, lo que se
proponía no podía llevarlo a cabo; y aunque estaba determinado a lograrlo,
siempre terminaba fracasando en su intento. Una y otra vez, Pablo tomaba la decisión,
pero el resultado era sólo un fracaso repetitivo. Esto nos muestra que el
camino a la victoria no consiste en ejercer nuestra fuerza de voluntad ni en
tomar resoluciones.
Si bien Pablo se propuso y tomaba tal decisión una y otra
vez, él continuaba fracasando y seguía pecando. Obviamente, podemos estar
determinados a hacer lo que es bueno y, aun así, encontrar que no podemos
hacerlo. En el mejor de los casos, los hombres apenas pueden tomar ciertas
decisiones.
El querer el bien está en nosotros, pero no el
hacerlo, y ello se debe a que el pecado es una ley. Después del versículo 21,
Pablo nos muestra que él seguía derrotado a pesar de que, una y otra vez, se
había hecho el firme propósito de hacer lo bueno. Esto se debía a que el pecado
es una ley, la cual operaba en Pablo cada vez que tomaba la determinación de
hacer lo bueno. Él estaba sujeto a la ley de Dios en su corazón, pero su carne
estaba regida por la ley del pecado. Cada vez que él quería obedecer la ley de
Dios, surgía una ley diferente, la ley del pecado, la cual operaba en sus
miembros y lo subyugaba.
En la Biblia, Pablo es el primero en hacernos
notar que el pecado es una ley. ¡Ciertamente este es un gran descubrimiento! Es
una lástima que muchos que han sido cristianos por muchos años todavía ignoran
que el pecado es una ley. Ciertamente son muchos los que conocen que la
gravedad es una ley y saben que la dilatación termal de los cuerpos es otra
ley; sin embargo, no son muchos los que han llegado a comprender que el pecado
es una ley. Pablo mismo, en un principio, no sabía esto; pero después de pecar
reiteradamente —no por voluntad propia, sino en contra de su propia voluntad y
debido a una poderosa fuerza que operaba en su cuerpo— él descubrió que el
pecado es una ley.
Nuestro pasado plagado
de fracasos nos debe hacer notar que siempre que somos tentados, nosotros
procuramos ofrecer resistencia, pero jamás tenemos éxito. Cuando somos tentados
nuevamente, una vez más procuramos resistir, sólo para terminar derrotados. Y
esta experiencia se repite diez, cien o mil veces, y todas las veces acabamos
siendo derrotados. Esta es nuestra historia, una historia de continuo fracaso.
El hecho de que esto suceda no es una casualidad; más bien, responde a una ley
que siempre se cumple. Si alguno de nosotros cometiera apenas un pecado en el
curso de toda su existencia, ciertamente dicha persona podría considerar el
pecado como un mero percance. Pero si uno ha pecado cien o mil veces, deberá
reconocer que el pecado es una ley, es decir, una fuerza que no deja de operar
en nosotros.
II. LA VOLUNTAD DEL HOMBRE NO PUEDE VENCER LA LEY
DEL PECADO
Pablo fracasaba debido a que, al determinarse a
no volver a pecar, él se basaba en su propia fuerza de voluntad. Pero después
del versículo 21, los ojos de Pablo fueron abiertos y él pudo comprender que el
enemigo, el pecado al cual se enfrentaba, no era otra cosa que una ley. Cuando
él se percató de este hecho, no pudo sino exclamar: ―¡Miserable de mí! ¿quién
me librará del cuerpo de esta muerte?‖. Él comprendió
entonces que le era imposible prevalecer sobre el pecado mediante el ejercicio
de su propia voluntad.
¿Qué es la voluntad? Es la volición; es la
capacidad que tiene todo ser humano de tomar decisiones, es decir, es la
capacidad de querer, determinar o decidir hacer algo. Son las opiniones y
juicios del individuo. Una vez que una persona ejercita su voluntad para
decidir hacer algo, ella comienza a llevarlo a cabo, lo que nos muestra que en
la voluntad humana reside la capacidad de producir cierto poder, por lo cual,
al hablar de la fuerza de voluntad, también nos referimos al poder, la
capacidad, que es propia de tal voluntad.
Precisamente allí yace el problema. Cuando la
voluntad está en conflicto con la ley del pecado, ¿cuál de las dos fuerzas
prevalece? Por lo general, al principio nuestra fuerza de voluntad prevalece,
pero al final es el pecado el que prevalece. Supongamos que usted sostiene en
su mano un libro que pesa un ―cati‖ (unidad de medida
china). Mientras usted lo sostiene en alto, la fuerza de gravedad ejerce
presión en sentido contrario. A la postre, la acción constante de la ley de
gravedad prevalecerá y el libro caerá al piso.
Tal vez usted se esfuerce por
sostenerlo y logre prevalecer durante una hora, pero después de dos horas se
habrán agotado sus fuerzas, y a las tres horas su brazo desfallecerá.
Finalmente, usted tendrá que dejar caer el libro, pues mientras la ley de la
gravedad no se cansa, no cesa de operar ni mengua; a usted, en cambio, sí se le
agotan las fuerzas. Usted simplemente no puede luchar por siempre en contra de
la ley de la gravedad.
Cuanto
más tiempo usted sostenga en alto aquel libro, más pesado le parecerá. No es
que el libro se haya hecho más pesado, sino que la ley de la gravedad habrá
triunfado, y a usted le parecerá que el libro se hace cada vez más pesado. El
mismo principio se aplica cuando usted se esfuerza por vencer al pecado por
medio de su propia voluntad. Si bien podemos resistir al pecado por cierto
tiempo, el poder del pecado es mucho mayor que el de nuestra fuerza de
voluntad. El pecado es una ley, y dicha ley no puede ser destruida mediante la
resistencia que le pueda ofrecer la voluntad del hombre. Siempre que nuestra
fuerza de voluntad desfallece, la ley del pecado reaparece. A la voluntad
humana le es imposible persistir indefinidamente, mientras que la ley del
pecado está siempre activa.
Ciertamente es posible que nuestra voluntad
prevalezca por cierto tiempo, pero finalmente, siempre será vencida por la ley
del pecado.
Mientras no nos hayamos percatado que el pecado
es una ley, nos esforzaremos por vencer al pecado mediante el ejercicio de
nuestra voluntad. Por ello, siempre que seamos tentados, nos esforzaremos al
máximo por vencer dicha tentación, pero finalmente lo único que conseguiremos
será comprobar que, lejos de derrotar al pecado, somos vencidos por él.
Después, cuando somos tentados nuevamente, nosotros procuramos tomar una
decisión aún más firme que la anterior, pues pensamos que nuestro fracaso
anterior fue debido a que no tomamos la previa determinación con suficiente
firmeza.
Así pues, nos convencemos a nosotros mismos de que esta vez no
pecaremos más y de que finalmente lograremos prevalecer. Pero el resultado es
el mismo; fracasamos una vez más y no podemos explicarnos por qué las
resoluciones que tomamos no pueden darnos la victoria sobre el pecado. Todavía
no hemos comprendido que jamás podremos vencer al pecado mediante el ejercicio
de nuestra voluntad.
Es evidente que enojarnos constituye pecado.
Cuando alguien lo trata mal, usted se siente herido y molesto. Si esta persona
continúa injuriándolo, tal vez hasta llegue a dar puñetazos sobre la mesa,
monte en cólera, grite o haga cualquier cosa parecida. Pero después, usted
probablemente sienta que, por ser cristiano, usted no debió haber dado rienda
suelta a su enojo y, por lo tanto, se propone reprimir su ira la próxima vez.
Luego usted ora y cree que Dios lo perdonó, y confiesa su falta a los otros y,
como resultado de todo ello, se siente nuevamente lleno de gozo. Entonces,
usted cree que jamás volverá a enojarse.
Pero un poquito después lo vuelven a
tratar mal, y usted nuevamente se molesta; luego es agraviado nuevamente y
usted comienza a murmurar. Así que cuando lo ofenden por tercera vez, usted
explota. Después, se da cuenta de que una vez más se equivocó y pide perdón al
Señor, prometiéndole que jamás volverá a dar rienda suelta a su enojo. Pero la
próxima vez que le dirigen palabras ásperas, no pasará mucho tiempo antes de
que su mal genio aflore de nuevo. Esto comprueba que el pecado no es un error
que cometemos por casualidad, ni es algo que sólo sucede una vez; más bien, es
algo que ocurre repetidas veces y que nos atormenta toda
la vida. Así pues, aquellos que mienten, continúan mintiendo; y aquellos que
dan rienda suelta a su ira, continúan manifestando su cólera. Esta es una ley y
no existe poder humano que pueda vencerla.
Puesto que Pablo inicialmente no
había aprendido tal lección, continuaba ejercitando su fuerza de voluntad
tratando en vano de vencer al pecado. Pero es imposible que el hombre venza la
ley del pecado por su fuerza de voluntad.
Una vez que el Señor, en Su misericordia, nos
muestre que el pecado es una ley, ya no estaremos lejos de la victoria. Si uno
continúa pensando que el pecado es algo que ocurre accidentalmente, y que la
victoria puede ser obtenida orando más y luchando más intensamente contra la
tentación, jamás podrá vencer al pecado. El relato de la historia de Pablo nos
muestra que el pecado es una ley. Mientras que el poder del pecado es fuerte,
el poder de nuestra fuerza de voluntad es débil. El poder del pecado siempre
prevalece, mientras que nuestro poder siempre es vencido.
En cuanto Pablo se
percató de que el pecado es una ley, llegó a la conclusión de que todos sus
métodos para vencerlo eran infructuosos, que la firmeza de sus determinaciones
no servía para nada y que él jamás podría prevalecer sobre la ley del pecado
por medio de ejercitar su fuerza de voluntad. Este fue un gran descubrimiento,
una gran revelación para él.
Pablo comprendió que el hombre no puede lograr la
liberación mediante el ejercicio de su propia fuerza de voluntad. Mientras uno
deposite su confianza en la tenacidad y fortaleza de su propia voluntad, jamás
adoptará el camino señalado por Dios para ser libre del pecado. Pero llegará el
día en que usted tenga que postrarse ante Dios y reconocer que usted no es
capaz de hacer nada para liberarse y que, por ende, no hará nada al respecto.
Ese será el día en que usted podrá ser libertado.
Entonces usted podrá
comprender el capítulo 8 de Romanos. Hermanos, no menosprecien el capítulo 7,
pues es necesario que primero comprendamos lo que este capítulo nos dice, antes
de poder experimentar lo revelado en el capítulo 8. En realidad, nuestra
dificultad estriba no tanto en comprender la doctrina del octavo capítulo, sino
en lograr superar la experiencia descrita en el séptimo capítulo de Romanos.
Son muchos los que permanecen inmersos en la experiencia descrita en el
capítulo 7 y que todavía procuran ser libres del pecado en virtud de su propia
voluntad.
El resultado de ello siempre será el fracaso. Si usted todavía no ha
comprendido que el pecado es una ley y que es imposible invalidar dicha ley, y
que no puede superarla por voluntad propia, entonces usted seguirá confinado en
la experiencia descrita en el séptimo capítulo y jamás podrá experimentar lo
descrito en el octavo. Así pues, nuestros hermanos y hermanas que recién han
sido salvos, deben simplemente aceptar lo que dice la Palabra de Dios. Si
ustedes procuran ser libres del pecado por sus propios medios, ello los llevará
a seguir pecando. Pecarán una y otra vez y tendrán un velo sobre sus ojos.
Permanecerán en su ceguera. Por tanto,
es necesario que nuestros ojos sean abiertos, y comprendamos que todas nuestras
determinaciones y luchas son en vano.
Puesto que el pecado es una ley y la voluntad del
hombre no tiene poder contra ella, ¿cuál es el camino para alcanzar la
victoria?
III. LA LEY DEL ESPÍRITU DE VIDA NOS LIBRA DE LA
LEY DEL PECADO
Romanos 8:1-2 dice: ―Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu
de vida me ha librado en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte‖. El camino hacia la victoria consiste en ser librado de la ley del
pecado y de la muerte. Este versículo no dice: ―El Espíritu de vida me ha
librado en Cristo Jesús del pecado y de la muerte‖ (me temo
que muchos cristianos lo entienden de esta manera). Sino que dice: ―La ley del
Espíritu de vida me ha librado en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la
muerte‖. Muchos hijos de Dios piensan que es el Espíritu de vida quien los
libra del pecado y de la muerte; no ven que es la ley del Espíritu de
vida la que los libra de la ley del pecado y de la muerte.
Algunos
cristianos necesitan de muchos años para comprender que el pecado y la muerte
son una ley en ellos, y que el Espíritu Santo también es otra ley que opera en
nuestro ser. Pero cuando el Señor abra sus ojos, ellos comprenderán que el
pecado y la muerte operan en su ser como una ley, y que el Espíritu Santo
también es una ley que opera en ellos. Llegar a percatarnos de que el Espíritu
Santo es una ley representa un gran descubrimiento, que hará que demos saltos
de gozo y exclamemos: ―¡Aleluya! ¡Gracias a Dios!‖.
Ciertamente la voluntad del hombre no puede vencer la ley del pecado, pero la
ley del Espíritu de vida nos ha librado de la ley del pecado y de la muerte.
Únicamente la ley del Espíritu de vida podrá liberar al hombre de la ley del
pecado.
Una vez que comprendamos que el pecado es una
ley, dejaremos de intentar lograr algo mediante el mero ejercicio de nuestra
voluntad. Si Dios tiene misericordia de nosotros y nos concede ver que el
Espíritu Santo es una ley, experimentaremos un cambio radical. Muchos
únicamente han conseguido ver que el Espíritu de vida nos imparte vida, pero no
alcanzan a comprender que el Espíritu Santo es otra ley que opera en nuestro
ser, y que es posible ser espontáneamente librados de la ley del pecado y de la
muerte siempre y cuando confiemos en esta otra ley. Esta ley nos libra de la
ley del pecado y de la muerte sin que para ello se requiera de nuestro
esfuerzo.
Ya no es necesario tomar determinaciones ni hacer nada más, ni
siquiera tenemos que aferrarnos al Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo
está en nosotros, no es necesario estar tan ocupados. De hecho, si al enfrentar
alguna tentación dudamos que el Espíritu del Señor habrá de operar en nosotros
a menos que nos apresuremos a prestarle alguna ayuda,
ello se debe a que todavía no hemos comprendido que el Espíritu es una ley que
opera en nuestro ser. Quiera Dios mostrarnos que el Espíritu Santo es una ley
que opera espontáneamente en nuestro ser.
La manera de ser libres del pecado no
es por medio de ejercitar nuestra fuerza de voluntad; si recurrimos a ella
siempre acabaremos derrotados. Mas Dios nos ha dado otra ley, la cual nos libra
espontáneamente de la ley del pecado y de la muerte. El problema que para
nosotros representa una ley, sólo puede ser resuelto por medio de la operación
de otra ley.
No necesitamos hacer ningún esfuerzo para que una
ley prevalezca sobre la otra. Ya dijimos que la gravedad es una ley, la cual
hace que los objetos caigan en tierra. Pero el helio es un gas más liviano que
el aire. Si inflamos un globo con dicho gas, este comenzará a elevarse
espontáneamente; no hay necesidad de soplarlo o de que se sostenga por la
aplicación de otra fuerza.
En cuanto soltemos este globo se remontará por los
aires. En tal caso, remontarse por los aires es una ley que siempre se cumple
sin necesidad de que nosotros nos esforcemos por hacer algo al respecto.
Asimismo, cuando nosotros superamos la ley del pecado y de la muerte en virtud
de la operación de la ley del Espíritu de vida, no se requiere de ningún
esfuerzo de nuestra parte.
Supongamos que alguien lo reprende y golpea sin
causa alguna, y usted, sin siquiera proponérselo o estar conciente de ello,
supera tal agravio. Probablemente, después que todo haya pasado, al reflexionar
sobre lo sucedido, usted se sorprenderá de no haberse enojado cuando lo
reprendieron.
Quizás usted se percate entonces que lo lógico era enojarse ante
tales agravios, pero, para sorpresa suya, ¡usted superó tales circunstancias
sin darse cuenta de lo que estaba haciendo! En verdad, toda victoria verdadera
es una victoria que se logra sin tener conciencia de ello, puesto que es la ley
del Espíritu Santo, y no nuestra propia voluntad, la que opera en nosotros y
levanta nuestra conducta y reacciones. Ciertamente esta clase de victoria
espontánea constituye una verdadera victoria.
Una vez que usted experimente
esto, llegará a la conclusión de que únicamente el Espíritu que mora en usted
puede guardarlo de pecar, que no es necesario que usted tome la decisión de no
volver a pecar, que es el Espíritu Santo que mora en usted el que hace que
usted pueda vencer y que no es necesario que usted se proponga vencer. Puesto
que esta ley opera continuamente en su ser, usted es librado de la ley del
pecado y de la muerte. Usted está en Cristo Jesús, y la ley del Espíritu de
vida está en usted. Así, usted es libre de manera espontánea. Siempre y cuando
usted no dependa para ello de su propia fuerza de voluntad y sus propios
esfuerzos, el Espíritu Santo lo conducirá a la victoria.
La victoria sobre el pecado no tiene nada que ver
con nuestros esfuerzos propios. Así como no tuvimos que hacer ningún esfuerzo
para que la ley del pecado nos hiciera
pecar, tampoco necesitamos hacerlo para que la ley del Espíritu de vida nos
libre del pecado.
La victoria genuina es la que no requiere ningún esfuerzo de
nuestra parte. No tenemos que hacer nada. Podemos alzar nuestros ojos y decirle
al Señor: ―Todo está bien‖. Nuestros fracasos del pasado fueron el resultado de una ley, y las
victorias de hoy también son el resultado de una ley.
La ley anterior era
poderosa, pero la ley que hoy opera en nosotros es más poderosa aún. La ley
anterior era verdaderamente potente y nos conducía a pecar, pero la ley que
ahora opera en nosotros, es más poderosa y nos libra de la condenación. Cuando
la ley del Espíritu de vida se manifiesta en nosotros, su poder es mucho mayor
que el de la ley del pecado y de la muerte.
Si llegamos a comprender esto, seremos
verdaderamente libres del pecado. La Biblia no afirma que podemos vencer al
pecado solamente mediante el ejercicio de nuestra voluntad. Ella únicamente nos
habla de ser librados del pecado: ―La ley del Espíritu de vida me ha librado en
Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte‖.
La ley del
Espíritu vivificante nos ha rescatado de la esfera en la que la ley del pecado
y de la muerte ejerce su influencia. La ley del pecado y de la muerte todavía
está presente, pero aquel en quien la ley trabajaba, ya no está allí.
Toda persona que ha sido salva debe tener bien en
claro cuál es el camino que debe tomar para ser libre del pecado. Primero,
tenemos que comprender que el pecado es una ley, la cual opera en nuestro ser.
Si no comprendemos esto, no podremos avanzar. En segundo lugar, tenemos que
comprender que para nosotros es imposible vencer a la ley del pecado. En tercer
lugar, debemos comprender que el Espíritu Santo es una ley, y esta ley nos
libra de la ley del pecado.
Cuanto más pronto un nuevo creyente comprenda que
este es el camino que conduce a su liberación, mejor. De hecho, nadie necesita
esperar muchos años, ni pasar por muchos sufrimientos, para comprender esto y
experimentarlo. Muchos hermanos y hermanas han desperdiciado su tiempo
innecesariamente y han derramando muchas lágrimas a causa de sus muchas derrotas
a este respecto; así que, si usted anhela ser librado de dichas derrotas y
sufrimientos, deberá comprender desde el inicio mismo de su vida cristiana que
el camino para ser libre del pecado está descrito por las siguientes palabras:
―La ley del Espíritu de vida me ha librado en Cristo Jesús‖.
Esta ley es tan perfecta y poderosa que es capaz de salvarnos al
grado máximo, sin necesidad de que nosotros hagamos algo para ayudarla. Esta
ley nos libra del pecado, nos santifica por completo y espontáneamente nos
llena de la vida divina.
Hermanos y hermanas, no piensen que el Espíritu
Santo que mora en nosotros solamente expresa Su vida por medio de nosotros
ocasionalmente. Pensar de
esta manera
demuestra que sólo conocemos al Espíritu, y no a la ley del Espíritu.
La
ley del Espíritu expresa Su vida continuamente y permanece inalterable en todo
momento y en todo lugar. No necesitamos pedirle a esta ley que se comporte de
cierta manera, porque ella lo hace sin nuestra ayuda. Una vez que el Señor abra
nuestros ojos, veremos que el tesoro que está en nosotros no es simplemente el
Espíritu Santo o una vida, sino que también es una ley. Entonces seremos
librados, y el problema del pecado quedará resuelto.
Quiera Dios abrir nuestros ojos a este camino de
liberación. Quiera Él hacernos entender que este es el secreto para vencer y
nos conceda un buen comienzo en este camino angosto.
Por COMUNIDAD BIBLICA DE LA GRACIA DE JESUCRISTO
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